viernes, 15 de julio de 2011

150.- Rafaela: medicina de Dios

Todo se había desarrollado tan bien que Madre Le Dieu anota: “Estoy tan poco acostumbrada al buen éxito que desde hace tres o cuatro días tengo la impresión de estar soñando”. De hecho todo parece marchar sobre ruedas: el director del asilo de las Termas, Antonio Viti, promete todos los chicos que ellas quieran; las suscripciones están apoyadas por el mismo alcalde, el príncipe Torlonia y por la aristocracia romana.

Son muchas también las aspirantes que se presentan solas o recomendadas por otras comunidades religiosas. En el mes de febrero, Madre Le Dieu se había dirigido, como hacía a menudo, a las religiosas del Perpetuo Socorro en busca de vocaciones. Entre las novicias se encontraba Tarsilla Morichelli di Frascati. Esta joven, a sus 20 años, poseía una belleza encantadora que le daba un cierto tono sagrado. Al verla, todos exclamaban: ¡Qué bella es! Muchos afirmaban: ¡Qué buena es! La joven, apenas vio a la anciana asceta, se sintió irresistiblemente atraída por ella. Así brotó una flor del tronco vigoroso de la vieja planta.

En el diario de la Madre se leen estas frases en relación a la joven postulante: “Dos religiosas del Perpetuo Socorro nos esperaban desde hacía más de una hora. Por lo que nos han dicho se trata de una persona que parece ser muy apta para nuestra Obra bajo muchos aspectos. Nuestra situación no la asusta en absoluto.

Mis días están tejidos de fatigas, éstas acabarían si tuviera una buena ayuda. ¡Dios mío, fortalece la piedra que se nos ha ofrecido y haz que sea un sólido pilar!

Sor San Joseph ha pensado muy bien sobre las funciones que la postulante podría realizar con nosotras. Le parece que la joven debería ser asistente, su educación la hace capaz de realizar este oficio, como también el de secretaria, para ayudarme y acompañarme si fuera necesario.

Por lo que me han comunicado, y por cuanto ella misma dice, parece que el Señor la llame a nuestra Obra.

La Providencia deberá pensar que seremos tres en lugar de dos”.

Miércoles, 11 de abril de 1883, Tarsilla Morichelli hizo su ingreso.

“Todo hace pensar que la Providencia guíe el asunto. La joven trae como dote sus deseos y la recomendación de las religiosas que la quieren y la forman desde hace dos años. Ella no sabe quién la empuja a emitir los votos que le han sido propuestos, y tampoco se explica el atractivo que la conduce hacia nosotras, sino el de nuestro nombre que es el de San José. Ella ha rezado mucho a este gran santo en una novena hecha en su honor para que la convierta en su hija en la fiesta de su Patrocinio. Sólo tiene que cambiar el velo para parecer una de nosotras; le propongo el de las postulantes, pero ante su mirada sencilla y fervorosa, y por muchas otras razones que no tengo tiempo de explicar, le pongo una cofia y un velo de nuestras hermanas y así ella entra como un niño que sólo cambia su nodriza, con una calma y una paz que no pueden venir sino de Dios, de otro modo sería una hábil comedianta. A esta primera vocación romana quería darle como protector a San Pablo de la Cruz, dada la coincidencia de su fiesta. Sin elegir ningún nombre ella había mantenido con gusto el que llevaba del noviciado anterior. Me ha manifestado que había pedido el nombre de María de la Cruz y que el Superior le había dicho: “No le daré este nombre porque la cargaría de cruces para toda la vida”.

“Bien, le dice Madre Le Dieu, se llamará María Rafaela de la Cruz para los actos oficiales, mientras en la vida ordinaria se llamará sencillamente con el bonito nombre de Rafaela que quiere decir Medicina de Dios”.

De Madre Le Dieu, que ha acumulado tantas y tan amargas desilusiones, no se puede esperar un juicio más halagüeño. Cuando pide garantías para la postulante, todavía menor de edad, la Fundadora se siente responder: “Su madre está dispuesta a aceptarla de nuevo si ella no se queda con vosotras; pero el arcipreste de Frascati responde que su madre hará todo lo que él quiera y que la joven está felicísima de venir con nosotras... ¡Dios mío, venid Vos mismo, ya que seremos tres!”.

En el diario se lee: “Sor Rafaela se prepara a sus primeros votos con sabias y generosas decisiones. Pienso que Dios la reserve muchas cruces. Ella transcribe las Reglas en italiano. Ya está escribiendo el Reglamento general. Espero que todo vaya bien con la gracia de Dios”.

El 2 de junio de 1883, en una celebración íntima y sencilla, fue bendecido el crucifijo, y la joven Morichelli, después de emitir los votos, tomó el nombre de Sor Rafaela para siempre.

La vena poética de la Fundadora suelta el canto del cisne:

“La humilde hija pasó el umbral del lugar santo

y su mirada, que brillaba, se abajó ante Dios

arrodillada en la piedra, la cabeza inclinada,

juntas en fervor las cándidas manos, oró largamente.

La boca estaba cerrada pero el corazón

y el alma invocaban al Señor.

Humilde era su indumento, humilde su deseo, muda su oración, casto el suspiro.

Ella oró largamente, inmóvil, extasiada,

teniendo en olvido todos los bienes de esta vida.

El éxtasis, en el que sumía su alma recogida

no le decía sino un Nombre, a quien la mente

era orientada:

Virgen Santa, de una oración fervorosa hazme don,

yo soy bien pobre, mi alma bien desnuda;

tengo hambre del Pan del cielo, tengo sed de Santo Amor.

Jesús quiere ser amado por quien no lo ama.

¿Quién no os amaría, Belleza siempre antigua

y siempre nueva?

Es la llama que no puede morir.

Pueda ella arder en mi alma ferviente

y su casta luz no se apague jamás.

En el día del Esposo, mi lámpara esté ardiendo

para que a la primera llamada yo responda:

¡heme aquí, presente!”

Si estas expresiones poéticas no fueran sinceras podríamos volver en contra de la poetisa su misma observación: sería la más hábil comedianta. Un juicio semejante referido a aquella anciana normanda, que ya tiene un pie en la tumba, sería absurdo. Estos versos, aunque no lleguen a ser una gran poesía, están cargados de mucha sinceridad. Aquella flor humana que abría la corola para dar a Jesús el perfume virginal le hacía revivir su primera donación y le ofrecía una primicia de la futura Obra.

Sor Rafaela, a la sombra de la Fundadora, seguía en el camino de la perfección. Los niños la querían, los adultos la admiraban, la marquesa Serlupi la cuidaba como a una hija.

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