lunes, 28 de febrero de 2011

50.- El cuervo alborota las palomas cuando grazna

El Padre Robert, quedándose dueño absoluto del campo, “el 29 de septiembre reunió en capítulo a las profesas, les dijo que había pedido y obtenido del Obispo un cambio completo de todos los cargos y en un abrir y cerrar de ojos nombró una superiora, una maestra de novicias y el Consejo. Si hubiera caído un rayo en medio del pequeño rebaño no habría causado tanto desconcierto. Todas protestaron con energía y sin ponerse de acuerdo previamente. Todo lo que sucedió entonces entre el dueño absoluto y aquellas pobres hijas a las que tiranizó, aterrorizó con amenazas e intentó ganárselas con promesas, sería increíble y muy largo de contar. Nuestra correspondencia se hizo entonces diaria y activísima”. Como prueba narramos una sola de aquellas cartas, escritas más con las lágrimas que con la tinta: “Reverendísima Madre, ¿es verdaderamente necesario que Dios nos someta a una prueba tan grande? Sí, Madre mía, la prueba es grande. Esta tarde el Padre Robert ha venido a saludarnos, luego nos convocó a las profesas en capítulo. Nos leyó la carta que él escribió al Obispo: “Excelencia, después de que se fuera la superiora para San Maximino, la comunidad se encuentra sin superiora; quiera usted concederme la facultad de nombrar a Sor Santa Philomène como superiora, a Sor San Augustin como primera consejera y a Sor San Pierre como maestra de novicias y segunda consejera”. ¡Reverenda Madre, qué golpe para nosotras! No sé cómo me he quedado. Al principio me dije: Éste, ciertamente se equivoca. Pero, no, Madre, ¿es esto justo? ¿es ésta la voluntad de Dios? No. ¡Qué prueba, primero para usted y luego para nosotras que nos encontramos aquí! ¿Cómo terminaremos? ¡Pobre de mí! Poniéndome este peso en las espaldas sabía bien que no tengo ni carácter, ni juicio, ni inteligencia; no encuentro en mí ninguna actitud; y con todo esto a él le gustaría que no os reconociera para nada. ¿Puedo yo abandonarla? ¡Ah, no! No he querido aceptar el cargo; es imposible que las cosas puedan ir adelante así, ¡oh, es imposible, Madre mía! Yo he perdido la cabeza, ya no entiendo nada. Si él no quiere nombrar a otra, prefiero irme por la noche del Monte San Miguel, Madre mía; esto no me impedirá ser su hija. No me marearé en el viaje a San Maximino. Dios me ayudará; Él no hace faltar el pan a los pájaros, por eso tengo confianza. Yo no estoy preocupada, pero ¿y las que se quedarán en casa? ¡Oh, Madre mía, cuánto valor y cuánta confianza se necesita! Esta tarde no podemos darle más noticias. Él volverá mañana; nosotras nos mantendremos con ánimo y con la gracia de Dios, Madre mía, no la abandonaremos aunque nos cueste la vida. Sor Santa Philomène (y ella pensaba como escribía)”.

Mientras las pobres hermanas se resignaban y se preparaban para seguir a la Madre a San Maximino, una de ellas, Sor San Joseph, sube al cielo. Fue otro golpe terrible para la Madre. Sin duda este dolor no fue la causa menos importante de aquella muerte. El 3 de diciembre de 1869, Sor Le Dieu escribe al Obispo esta carta en la que refleja su dolor de madre noble: “En este momento el silencio absoluto de Su Excelencia sobre mis justas observaciones y sobre mis peticiones parece indicar que, no teniendo el valor de sostener nuestra santa Obra en nuestra querida diócesis, su corazón ya no tiene el valor de quitarla, pero deja este triste encargo a quienes lo han preparado desde hace tanto tiempo en el silencio. Hoy el buen Dios permite que en el Monte del Santo Arcángel se ponga una segunda piedra de engranaje: el cuerpo de nuestra primera y querida Sor San Joseph, cerca del cuerpo de la también querida Sor Rosa, que fue la primera en hacer ante Dios la Adoración Perpetua, que amaba con toda su alma”.

En aquella difícil situación más de una religiosa envidió a la hermana que había partido para hacer la adoración eterna.

domingo, 27 de febrero de 2011

49.- Para reconstruir la cuna

La santa mujer había entrado muy rica entre aquellas paredes y salía llena de deudas. Para el alquiler de la casa de San Maximino había tenido que contraer una gran deuda. Le vino al encuentro la viuda, Aline Lacorne Delongrais, que con su generosidad, típica de los pobres, le había prestado todo lo que tenía: doce mil francos. Esta deuda constituirá la soga al cuello que la pobre Madre Le Dieu llevará durante toda la vida. La Fundadora emprende el viaje para reconstruir el nido. Esta caminante de excepción era alérgica a los viajes. Ella nos lo confía: “Cada vez que tengo que salir de casa, siento un gran malestar. Desde los dieciocho años este malestar es tan fuerte en mí que puedo afirmar que nunca me he puesto el hábito para salir sin una cierta fiebre. Cuando lo he hecho ha sido por necesidad, por obediencia o por caridad. Sin embargo, a menudo, se ha dicho que no podía estar en casa, que quería viajar. Confieso que esta pequeña calumnia me ha causado muchas impaciencias. ¡Es tan feo e injusto no querer admitir la buena fe del prójimo! Mi inclinación siempre me ha llevado a vivir sola, verdaderamente sola, el celo y la caridad han tenido que combatir mucho contra esta inclinación y sólo la obediencia me ha hecho ceder y salir. A los pies del Santo Padre, donde esperaba obtener el permiso de una vida retirada, he tenido que renunciar a este querido ideal y resignarme a no vivir más para mí. A menudo siento pena, porque la necesidad de la soledad completa brota espontánea de mi naturaleza”.

El viaje era muy doloroso porque había sido echada fuera de casa y separada de las hermanas y de los niños; ella se sentía madre de unas y de otros. El Obispo también se fue, pero para el Concilio. Madre Le Dieu, ahora ya prófuga, escribe una nota de condena por la actuación del Obispo: ”Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar: el Obispo, a menudo, olvidaba mis deberes personales y del todo excepcionales y providenciales; o mejor dicho, no los conocía o no quería conocerlos, porque se habría visto obligado a actuar diversamente. Repito que esto no dependía de su corazón, sino desgraciadamente de una triste y gran irreflexión capaz de todo con tal de alcanzar sus fines. Mis palabras eran desdichadamente verdaderas debido a su conducta durante el Concilio, ante el universo católico”.

La santa mujer, intransigente, ortodoxa y católica romana hasta en lo blanco de los ojos, aborrece el espíritu galicano y tiene la certeza de que en el Concilio su pastor se ha puesto a la fila contra la infalibilidad pontificia.

Acerca de la infalibilidad del Romano Pontífice, los Padres del Concilio Vaticano I se habían dividido en tres bandos: El primero sostenía: “El Papa es infalible”. El segundo objetaba: “El Papa es falible”. El tercero distinguía: “El Papa es infalible, pero en este momento histórico no es oportuno proclamar la definición dogmática”

El obispo de Coutances, Mons. Bravard, pertenecía al tercer grupo.

sábado, 26 de febrero de 2011

48.- Me marcharé sin ruido, pero a la luz del día

Al día siguiente el Padre, contra su costumbre, se presentó sin decir nada:

–¿Ha oído al Obispo, señora? ¿Qué ha decidido?

–Todavía nada: No hay prisa. Y si he hecho mal en no tomar precauciones hasta este momento, de ahora en adelante tendré que tomarlas. Arreglaré mis cuentas, haré valorar los bienes que dejo, y nombraré un Procurador legal.

–Bien, pero hágalo pronto.

–Muchas personas de mi familia se han apuntado para el retiro, para los baños y las visitas; no me es posible marchar antes de finales de agosto.

–Esto se está alargando demasiado.

–No, respondí, y el Padre se fue muy molesto.

Este fue el último ataque del Padre Robert.

–Señora superiora, tienen que arreglar sus asuntos; es hora de acabar.

–Pero, Padre, sabe bien que en todo este tiempo no he tenido un minuto libre y no creo poder dejar este lugar antes de finales de septiembre; hasta ahora se me ha aconsejado siempre el aire del mar, también cuando estaba lejos tenía que procurármelo. Éste no es el momento de ir al sur, sobre todo cuando uno ya no está aclimatado. Iré hacia la mitad de septiembre, y deseo acercarme antes a la Santa Montaña donde me fue indicado el camino. Espero obtener del Señor allá arriba nuevas gracias de las que tengo necesidad.

–Obstinándose a permanecer aquí usted perderá su comunidad. Tengo muchas personas que quieren entrar, pero no lo harán hasta que usted no se vaya. Si a pesar de todo, se queda, retiraré al capellán, y el Obispo os quitará el Santísimo.

–El Obispo no me ha dicho nada de todo esto, pero ya que os ha dejado como superior, usted es el dueño, y responderá ante Dios y ante los hombres. Una madre está dispuesta a sacrificar todo por sus hijos; por tanto me iré cuanto antes para dejar a mis hijas con Jesús Eucarístico. Y usted, Padre mío, dirigirá como más le guste nuestra querida Obra según los favores acordados. Dios puede servirse de usted como de otro en cualquier lugar.

No tardaré mucho en irme.

–Usted puede marcharse sin que nadie la vea.

–No, Padre, yo me iré sin ruido, pero a la luz del día, cuando haya pagado todo lo que hemos comprado a mi nombre para el orfanato.

–No es necesario que se preocupe; se pagará.

–Claro, para que se pueda reprochar a mi honorable familia y a la pequeña comunidad, diciendo que me fui para no pagar las deudas. No, esto no se dirá, porque no es verdad. No tengo suficiente dinero para pagar el grano, la carne, el vestuario de los niños y de las hermanas, dinero que tiene que pasar el Obispo; pero como todo ha sido comprado a mi nombre, pediré un préstamo; así se verá que en cuanto a sacrificios y a delicadezas he hecho más de lo que tenía que hacer.

El reverendo Padre se molestó mucho de esta determinación y quiso oponerse.

–Necesitará todavía unos cuatro mil francos que no recobrará nunca.

–Si no los tendré aquí abajo, poco importa; antes o después Dios hará justicia.

¡La profecía que ciertamente se cumpliría no le gustó nada! Una hermana tuvo una idea; darme amplios poderes para los asuntos de la comunidad y para el testamento otorgado en su favor. El ejemplo fue seguido por todas las profesas y novicias que podían tener algún derecho de herencia. Así, mientras mi corazón estaba naturalmente herido por la vileza y por la injusticia, Dios le aplicaba el bálsamo dulcísimo del ánimo y de la generosidad de aquellos óptimos corazones. Todas se manifestaron decididas a soportar hasta el exilio y un trabajo redoblado con tal de mantenerse fieles a la propia conciencia. El 10 de septiembre de 1869, fiesta de San Aubert, fundador del Monte San Miguel, me acerqué una vez más a su pobre capilla y le pedí su protección para la Obra Reparadora. Me fui tranquila, abandonada en Dios, pero sentí un desgarro en el corazón al abandonar aquel lugar, a aquellas hermanas y a aquellos niños que tanto quería y por los que hubiera deseado consumar mi vida”.

jueves, 24 de febrero de 2011

47.- El carnet de identidad es espléndido

Madre Le Dieu acusó el golpe y salió en defensa del Instituto. Escribió un documento al que llamó símbolo, porque constituía como el carnet de identidad del grupo compacto, unificado por el amor a la Eucaristía, por el Espíritu de la Fundadora y por la caridad fraterna. “Domingo, 25 de julio de 1869. Los Apóstoles de Jesús inspirados por el Espíritu Santo, antes de separarse fijaron su símbolo de unión perfecta en la fe y en las obras. Así también nosotras, antes de extender nuestras obras, debemos en justicia, prudencia y sabiduría establecer claramente los fines principales del Instituto, reconocerles de hecho y derecho, y dar a este acto una fecha real con la firma de todas. Ninguna dirá: yo soy de Pablo, yo de Cefas, pero todas diremos: yo soy de Jesús. Por eso, nosotras, las que suscribimos, siervas indignas de la adorable majestad de Dios, hijas de Jesús Redentor y de María Reconciliadora, del Instituto erigido canónicamente por el obispo de Avranches y Coutances bajo el título de Religiosas de San José del Monte San Miguel, declaramos firme y libremente, en la amplitud que el Breve autógrafo del Sumo Pontífice Pío IX da a nuestro Instituto comprometernos a tener y seguir en el futuro: La Regla de San Agustín y las Constituciones de San Francisco de Sales, modificadas necesariamente según nuestras posibilidades y necesidades actuales, cuando estas modificaciones sean aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Éstas serán presentadas, finalizado el Consejo General, que se abrirá el próximo 8 de diciembre. Hasta ese día nada será cambiado en las Constituciones recibidas del obispo de Coutances y Avranches y confiadas a nuestro capellán según las cuales hemos obrado y hecho nuestros votos, escritos y recibidos por el Obispo mismo. Este compromiso sagrado para todas, lo firmamos nosotras, que tenemos la suerte de ser llamadas las primeras a esta Obra de Adoración Reparadora, querida y bendecida por la Providencia. Tomamos este compromiso en el Consejo General en la presencia de Dios, de nuestros santos patronos y de la corte celeste. Esto nos obliga:

1) A la obediencia a nuestra Fundadora y primera Superiora General y a aquellas que le sucederán canónicamente.

2) Un voto especial de obediencia al Jefe Supremo de la Santa Iglesia Apostólica Romana.

3) Nuestra dirección es confiada siempre y en cualquier lugar a los Obispos católicos romanos.

Escrito, leído y suscrito en doble copia en la fecha arriba indicada”.

Ahora la permanencia para Madre Le Dieu se había vuelto imposible. Antes de que ella partiera, el Obispo viene a visitarla, pero el encuentro fue algo brusco. El diario narra el dramático diálogo:

–Bien, hija mía, ¿qué es de vuestra casa de San Maximino?

–Excelencia, se encuentra como yo, en las manos de Dios.

–Es necesario que se vaya, y se lleve algunas novicias y algún niño.

Le hice notar que no podía hacerlo en aquel momento por falta de medios. Él sabía muy bien que todo de lo que yo podía disponer lo había empleado en el orfanato bajo sus promesas, que las hermanas no podían ayudarme, y que me sentía obligada a ayudarles yo a ellas, ya que no había recibido nada de lo prometido.

–Haga, sin embargo todo lo posible para marchar cuanto antes, de lo contrario, el Padre Robert dejará de ocuparse en adelante de vuestra casa.

–Desde hace mucho tiempo, Excelencia, sufrimos sin lamentarnos. Si el buen Dios permite que Su Excelencia nos separe completamente de la Abadía, nosotras estamos contentas.

Y brevemente, teniendo las pruebas en las manos, le manifesté los motivos justos de nuestras quejas. El Obispo pareció reflexionar durante algún minuto sobre la idea de dar otra dirección a la Obra. El Padre Robert, impaciente, recorría con grandes pasos el pasillo de la capilla. Se hizo anunciar ante el Obispo para interrumpir la conversación de la que temía el éxito que muy probablemente nos hubiera favorecido si se hubiera prolongado.

El Obispo estaba conmovido, visiblemente turbado: el alma y el corazón lo daban por vencido, pero él estaba preocupado de sus intereses, y para no ceder del todo, quería encontrar en mí algo de qué culparme por no permitir al Padre Robert dirigir a su gusto nuestra Institución.

–Usted falta a la obediencia, me dijo el Obispo.

–No es posible demostrarlo, Excelencia, sin embargo, ante Dios tendré que temer por no haber caminado en muchas cosas más prontamente, y de no haberme mantenido suficientemente fuerte para asegurar aquella independencia que es un deber muy importante y una condición indispensable para llevar adelante esta Obra.

En un viaje anterior que hizo el Obispo al Monte se le escaparon estas palabras: “Me han asegurado que la señorita Le Dieu había ido a Roma a pedir la autorización para no depender de mí”. Si bien el Obispo en aquel momento estaba alterado, no pude por menos que sonreír y demostrarle con una prueba clara la falsedad de la acusación: “No creo que Su Excelencia lo pueda creer, recordando que todavía no se hablaba de que usted fuera a venir a la diócesis, porque cuando partí para Roma todavía vivía Mons. Daniel”. Así la acusación cayó por sí sola. Para volver a nuestro asunto, de pie como me encontraba, porque el Obispo se había quedado de pie o pasea­ba muy nervioso, dije: “Excelencia, por lo que personalmente se refiere a mí, estaría dispuesta a ceder; Su Excelencia en su diócesis es muy dueño de querer o no esta Obra, de dirigirla o hacerla dirigir a su gusto, pero yo no puedo aceptar un superior general, especialmente tratándose de un hombre cuyos principios son del todo opuestos a los que Dios nos pide”. Como he dicho, el Padre Robert hacía lo posible para que el Obispo se fuera; yo no insistía para que se quedara y controlara mis cuentas; hice mal, pero pensaba que podía volver a verlo con mayor libertad.

miércoles, 23 de febrero de 2011

46.- Operación rechazo

En 1868, Madre Le Dieu, con la ayuda de su amiga Lagostena y con el beneplácito del obispo de Fréjus, Mons. Jordany, después de muchas dificultades, logra comprar un local en San Maximino, donde quiere abrir una segunda casa. Al P. Robert, déspota y aspirante fundador, le parece muy propicia la ocasión para quitarse del medio la formidable concurrencia y, una vez más, logra obtener la aprobación de Mons. Bravard. Por eso es necesario preparar una trampa a la dama con hábitos monacales. Que vaya al sur y abra una casa en San Maximino. Una vez que se haya ido se romperán los puentes y las religiosas, cuando se hayan quedado solas, tendrán que doblegarse. La operación rechazo comenzó suavemente y terminó con lágrimas. El Obispo animó a la Madre a que se fuera, diciéndole: “Cuando esté preparada pídame la carta de obediencia”; y ésta enseguida fue redactada pero de forma claramente ambigua: “Nos, Juan Pedro Bravard, etc. a todos los que lean la presente, salud y bendiciones en Jesucristo Nuestro Señor. Sor Marie Joseph, en el siglo Victorine Le Dieu de la Ruaudière de Avranches, nuestra diócesis, habiéndonos pedido el permiso de abrir una casa religiosa en San Maximino, en la diócesis de Fréjus, consideradas las ventajas e inconvenientes de estos propósitos, no nos hemos opuesto al proyecto y hemos autorizado a Sor Marie Joseph de Jésus a dejar la comunidad de las Religiosas de San José del Monte San Miguel, si bien ella haya emitido los votos temporales religiosos. Encomen­damos a dicha hermana Sor Marie Joseph a la bondad de Monseñor, el obispo de Fréjus y a la caridad de todos a los que ella pedirá ayuda.

Fechado en Coutances el 22 de Agosto de 1869

J. P. Obispo de Coutances y Avranches”.

En la hierba florida anida la serpiente, y la víbora se esconde en esta expresión de aire ingenuo: hemos autorizado a dejar la comunidad.

La santa mujer no quería absolutamente dejar nada: ella, como una abeja reina, sólo quería enjambrar, fundar una segunda casa y de ningún modo abandonar la primera.

Ahora jurídicamente había quedado fuera.

martes, 22 de febrero de 2011

45.- Un féretro adornado como un altar

Entre tantas espinas se abre al cielo una rosa: Sor Rosa se duerme en el beso de su Esposo. Madre Le Dieu nos evoca la figura de madre y de artista. Sus palabras quieren ser flores que no se marchitan y que ella, con lágrimas en los ojos, derrama abundantemente sobre aquel féretro que está adornado como un altar. “Golpeada por una cruel enfermedad se encontraba en la cama desde hacía varias semanas, edificando a todos con su resignación, como ya lo había hecho con su ánimo. Ella había sido la primera en ofrecerse para los trabajos nocturnos y para los servicios del orfanato. Su buen corazón y la perfecta abnegación le habían ganado la estima de todos y todos le prodigaban los cuidados más afectuosos. Habiendo perdido la esperanza de verla curada perfectamente, pedían la curación o la adoración eterna. Esta última oración, la más deseada por aquella alma, fue atendida el día 16 por la tarde. El 18 por la mañana, durante la Misa del funeral, fue expuesta en la capilla con su hábito de postulante. En sus rasgos, verdaderamente rejuvenecidos como por un sueño dulcísimo, todavía se reflejaban la paz y la alegría. Todo lo que se puede encontrar de pompa religiosa en el Monte San Miguel, reunido espontáneamente en torno al humilde féretro, era un homenaje obligado a la sierva de los huérfanos, la amiga de todo el pueblo. El sonido de las campanas de la Abadía y de la parroquia se unieron aquella mañana al lúgubre tintineo del modesto campanil del Monasterio. Todo el clero se había reunido para la triste ceremonia. El cadáver de la buena religiosa, precedido de las piadosas personas de la ciudad, rodeado de los pequeños huérfanos muy tristes y tan recogidos que no se podía esperar más dada su corta edad, llevado y seguido por sus queridas compañeras, pasó por la Iglesia parroquial del Monte, donde fue cantado un solemne “Libera”, luego fue a reposar en un lugar escogido que las autoridades locales, con mucha bondad, ha­bían preparado.

En el momento de la separación muchas lágrimas fueron derramadas por quienes habían vivido con ella y también por personas extrañas a la Obra; luego tuvimos que resignarnos.

Una coincidencia sencilla pero conmovedora enternecía los corazones: esta primera flor de la Congre­gación confiada a la tierra del Monte San Miguel se llamaba Rosa y deseaba, con el santo hábito, tomar el nombre de Sor San Michel. Parecía que la buena hermana hubiera dejado la cama, donde tenía necesidad de tantos cuidados, para dejarnos libres en la fiesta del patrón.

Nos unimos también al día siguiente para honrar a San José e implorar su poderoso patrocinio por los vivos y difuntos, pero se sentía la nostalgia y la tristeza del día anterior y sólo se oían cantos religiosos. Por la tarde fuimos procesionalmente a los pies de la estatua, puesta ya para ser venerada, si bien se esperara a Mon. Bravard para bendecirla solemnemente. Se habían aplazado también para aquel día las ceremonias de la vestición y profesión, ordinariamente fijadas para la fiesta de San José, aniversario de cuando había sido erigido canónicamente este Instituto, tan maravillosamente bendecido y tan fuertemente protegido. Ahora la Obra de San José, teniendo personas dispuestas a todo, tiene un sólido fundamento. Se puede decir que ha echado raíces en el Monte del Santo Arcángel confiándole los restos mortales de la que fue la primera religiosa llamada a la Adoración eterna”.

domingo, 20 de febrero de 2011

44.- Única ganancia: servir a Jesús en los niños pobres

“Otro motivo que nos hacía antipáticos ante la población del Monte era la venta de juguetes ridículos a la entrada de la Abadía. Este comercio perjudicaba a los pobres habitantes, a los que quitaban la única ganancia. Y aunque esto no nos concernía personalmente, sí nos apenaba, porque la gente se lamentaba justamente contra los religiosos, los cuales no te­nían que tener abierta aquella venta de objetos inútiles. Yo siento repugnancia hacia todo lo que no es justo, generoso y noble. Obligada por el mandato preciso de Pío IX a trabajar en las obras de caridad, no podemos renunciar a la educación de los niños pobres. ¡Ésta es la Obra más necesaria! Pero nosotras nos debemos ocupar solamente de esta Obra según nuestro espíritu de reparación: debemos ser las verdaderas madres de estos niños y no sus criadas, es decir debemos cuidar a los niños para educarlos en la sencillez, manteniendo nuestra influencia materna y no sólo en su infancia sino también en su juventud. De aquí la idea de una granja escuela modelo, que nos permita tenerlos por lo menos hasta los 18 años bajo la dirección de maestros especializados, en lugar de mandarlos al mundo antes que hayan podido formarse y adquirir unos valores.

El método beneficiaría a la mayor parte de ellos, y nuestro esfuerzo sería inútil si se tuvieran que ir en la edad que más nos necesitan, antes de que hayan podido comprender el verdadero bien que la caridad nos inspira hacia ellos. Pero nuestras ideas no eran las ideas del Obispo; él me había dicho, de viva voz y por escrito, que intentara sacar provecho de los niños, que los trataba demasiado bien, que no los empleábamos en un trabajo lucrativo, que había que cogerlos más grandes para que se ganaran antes el pan. Todo era desgraciadamente verdad; no teníamos el mismo objetivo y no caminábamos en el mismo camino. Y esto me confirmaba lo que nunca había querido creer: que el Obispo, aún condescendiendo a los deseos que yo le había manifestado, sólo pensaba en la suma de dinero de la que podía disponer para ayudar a sostener sus obras, y luego... adiós.

La cosa está tan clara que yo no puedo ni debo esconderlo: a cada uno lo suyo. Pero si tengo que hablar con justicia, quiero que también vosotras, queridas hermanas, encontréis en esto un motivo para rezar y perdonar sinceramente, porque así como tratemos a los demás de la misma forma nos tratarán”. En esta página vibra toda la ternura de la Madre hacia los huérfanos: El Obispo aumenta la confianza en el obrar de su lugarteniente y pasa por alto, promesas, amenazas en su nombre, contentísimo del manejo que su delegado hacía para dispensarlo de sus obligaciones de hombre honesto y de Obispo. Estas palabras no son demasiado fuertes en relación con lo que él decía y con lo que él hacía. Sucedió que en aquel tiempo alguien le dijo: “Pero el Breve del Sumo Pontífice autoriza y regula el camino de esta Obra y Madre Le Dieu, en conciencia, está obligada a mantenerla”. “Que se vaya al diablo con su S. Padre”, respondió Mons. Bravard. Y en lo sucesivo ha quedado claro delante del mundo católico el respeto y el amor que profesaba al Sumo Pontífice.

En aquel tiempo hubo una reunión del Consejo General del Departamento. El Prefecto siempre bien dispuesto pregunta con interés al Obispo: “¿Cómo va la Obra de la que me ocupo?”. Y el Obispo responde rotundamente que no vale la pena ocuparse, que la señorita Le Dieu es una loca, una mujer sin cerebro. Hubo un silencio de sorpresa y de indignación entre los reunidos; pero los que conocían lo que pasaba y sabían lo que yo estaba soportando en silencio para evitar un escándalo, se callaron y así evitaron una discusión que habría aliviado a otros”.

Ésta es la reacción que siente Madre Le Dieu ante la guerra fría que le hace irrespirable el aire del Monte San Miguel y que le habría tenido que destrozar el sistema nervioso. ”Nuestra casa no tiene gran importancia, pero el cuidado que debo dedicarle ocupa todo mi tiempo y mis fuerzas, que pronto se agotarán. El Señor sostiene esta querida Obra: Él la quiere, es celoso y mantendrá las promesas y las bendiciones de sus santos siervos. Para demostrar que Él es el Fundador se sirve de los instrumentos más débiles. Si hubiera querido habría podido suscitar santos y santas para fundarla. Cuanto más aumentan las pruebas más crecen en mí la confianza, la fe y la paz. Comienzo a comprender cómo los santos sobreabundan de alegría en sus tribulaciones y mi abandono en la Providencia es cada vez más pleno y gozoso. En esto no me puedo engañar porque, con el gran apóstol, me alegro de mis debilidades, las cuales manifiestan claramente la misericordia de Dios sobre mí y sobre las almas pobres y débiles que ha llamado, y todavía llama, por caminos que sólo Él conoce”.

sábado, 19 de febrero de 2011

43.- Eminencia gris y guerra fría

Después de pocos días de convalecencia y mucha nostalgia volvió con sus hijas, donde encontró todo cambiado, excepto el ánimo que se había mantenido sano y devoto. “El Padre Robert quería suprimir los puntos fundamentales de la Obra Reparadora y las Constituciones. Presentando las reglas de su Congregación de Pontigny, que le parecían más razonables, consideraba muy fácil y justo hacernos Pontignanas y declararse abiertamente superior general. Nunca he pensado en ceder ante estas pretensiones: es a la única cosa a la que no me he sometido, porque no quiero destruir la Obra de Dios”. El Padre Robert en relación con el Obispo asumió el papel de eminencia gris y declaró la guerra fría hasta el punto de controlar las confesiones. La Fundadora, con su estilo natural, anota: “Con el tiempo, esperamos poder calmar un poco y cambiar la mente y el corazón de los habitantes del Monte, injustamente enfadados contra el Obispo. Ellos nos habían acogido con alegría y contaban con nosotras para cuidar de sus enfermos y de sus niños; era el único medio para ganarnos su afecto, pero se nos prohibió acercarnos y tratar con ellos. Sometiéndonos a esta prohibición, éramos también nosotras objeto del odio que ellos habían jurado y que cada día crecía contra la Administración de la Abadía; todo esto nos alejaba de la misión reparadora que habríamos podido realizar con éxito”.

También fue lugar de choque violento el orfanato, al que Madre Le Dieu había dado un estilo evangélico, el cual era contrario a los intereses económicos que en aquel período estaban salvaguardados, ya que las restauraciones tragaban francos a millares. Madre Le Dieu escribe a Mons. Bravard: “Por ahora no podemos contar con el trabajo de los niños; no les dejamos nunca desocupados, pero pensamos que su inteligencia y sus fuerzas se deben desarrollar. Nuestro modo de actuar lo ha aprobado mucha gente y ya se ven óptimos resultados. Esperamos que tomen el relevo otros jóvenes sanos e inteligentes. Ellos ya nos ayudan en todos los trabajos externos y lo hacen con gusto, sin dejar aparte sus deberes escolares. Casi todos se comportan bastante bien, y en general estamos satisfechas. Hemos cogido en alquiler un pequeño terreno en la playa para que las vacas y los niños se expansionen.

Nos han aconsejado que pidamos en concesión una parte de la playa para el orfanato; esto nos aseguraría su continuidad y nos permitiría tener un mayor número de niños y mantenerlos hasta la juventud. Muchos, creyendo que ayudaban a nuestra Obra, llevaban dones y ofertas a la Abadía, que se mostraba unida a nosotras para sacar provecho del interés que inspiraba el orfanato; pero no nos daban nada o casi nada. Dios ha permitido estas pruebas y Él mismo ha sostenido nuestro ánimo. Al principio del invierno hice unas compras de vestuario y alimentos, segura de que la Providencia me lo habría compensado. Tuve que anticipar ocho mil francos para mantener la Obra del orfanato y la del retiro. En aquel momento hice también una adquisición bastante buena para la pequeña propiedad de Avranches, que nos podría ser útil si Dios nos llamase a abrir una casa en nuestro pueblo”. En el Monte San Miguel no faltaron los desprecios. La Madre anota: ”El agua potable que antes teníamos en abundancia, comenzaba a escasear: se prefería que otros se la llevaran antes que nosotros”. Una de las espinas más dolorosas para la Fundadora era la antipatía que allá arriba los habitantes nutrían por las personas del culto, en las que veían amos y competidores. No toleraban el mercadeo religioso que, a veces, surge en los alrededores de los santuarios.

jueves, 17 de febrero de 2011

42.- No soy la encargada de lograrlo sino de hacer todo lo posible

“Me dirigí al Nuncio apostólico, el cual, al oír que pertenecía a la diócesis de Coutances, me acogió con estas palabras textuales: “Bien, hija mía, ¿qué tal con su Obispo?” “En realidad, respondí, no vamos muy de acuerdo”. “No es usted la primera que viene a quejarse, querida Madre, ¿qué pasa?”.

Con ciertas personas no son necesarias muchas palabras; por tanto brevemente le expliqué el caso. Su respuesta fue idéntica a la del arzobispo Bonnechose: me aseguró que ningún obispo tenía derecho a cambiar las Constituciones, que podía y debía actuar como me indica el Breve, sin tener necesidad de ningún permiso. Lo que escuchaba me lo habían repetido otras veces, pero aquellas palabras, como nuevas aprobaciones, eran mi luz y mi apoyo.

Entonces decidí retomar las gestiones para obtener un simple reconocimiento civil. Siento que nada podrá destruir esta Obra, a pesar de no saber quién la sostendrá conmigo o después de mí. No soy la encargada de lograrlo, pero sí de hacer todo lo posible; una vez más repito estas palabras y las repetiré quizá muchas más, porque en ellas encuentro luz, fuerza y ánimo”.

En París Madre Le Dieu también se había movido, para abrir otras dos casas en dos diócesis diferentes, para obtener que el Gobierno la reconociera como Fundadora y Superiora General de una congregación, de hecho, para obtener este reconocimiento, el Instituto tenía que estar presente en tres diócesis, pero una grave enfermedad, que cogió en la capital subiendo y bajando innumerables escaleras para llamar a las puertas doradas, acabó con sus planes. Las fuerzas se debilitaron y el monedero se aflojó. Como hacía siempre durante la enfermedad, aumentó su espíritu de alma reparadora y sonrió al dolor. En su diario nos describe esta graciosa escena: “Cuando no me veía obligada a hablar me mantenía retirada, muy tranquila y feliz: sí, feliz, porque, como se me había repetido en la Salette, Dios romperá el instrumento cuando no quiera servirse de él y yo no debo preocuparme”. “Un día el doctor me dijo maravillado y casi enfadado por la paciencia y la alegría que mostraba: “Querida Madre, si yo estuviera en su lugar, me habría comido media sábana”. “De poco me serviría, respondí, porque probablemente tendría que acostarme en la otra mitad”. No podía aguantarse de risa. Me demostró un sincero interés por curarme y lo hizo con mucha cordialidad”.

41.- Resplandor de los sigilos imperiales

“Volví con muchos sigilos imperiales y muchos documentos que aprobaban la utilidad de nuestra querida obra. El Obispo en lugar de participar de la alegría común estuvo extrañamente enojado: ”¿Cómo es que vosotras, siendo tan pocas, sin un nombre, sin dinero, obtenéis el reconocimiento con tanta facilidad? Y yo, que he hecho todo lo posible para que se reconozca civilmente una congregación mejor formada, mucho más seria, no lo he logrado. Váyase al diablo; yo no firmaré”. Y, sin ni siquiera dar una ojeada a los documentos resplandecientes de sigilos imperiales, me mandó tres veces al diablo sin quererme escuchar. No exagero nada y relato todo al pie de la letra. El buen Dios me concedió la gracia de mantener la paciencia y el buen comportamiento ante un Obispo que, sin embargo, rebajaba su dignidad hasta tal punto.

Me contuve, sobre todo para que él no llegase a destruir injustamente el camino religioso, que yo había hecho a costa de tantos sacrificios. Le dejé desahogarse bien, en un silencio que él hubiera querido que rompiera para encontrar el pretexto de culparme de algo; pero no me retiré porque pensaba que podía escuchar antes una palabra sensata. Después de media hora recapacitó y, para reparar su actitud hacia mí, me dijo: “En fin, os daré un buen superior que os cuidará; yo aprobaré lo que él quiera”. “Gracias, respondí, nosotras esperamos siempre en su bondad y en su justicia”. Y me arrodillé para pedirle la bendición que, muy conmovido y quizá todavía confuso, dudó un poco en darme. Luego añadió: “Hoy no se vaya, hija mía, descansará en el Obispado y nuestras hermanas la atenderán”. Le di las gracias diciéndole que iría a la casa del Sagrado Corazón; él insistió y entonces me quedé para que se calmara y reflexionara. Me hizo acomodar en un bonito apartamento; el sirviente y las religiosas que atendían el palacio vinieron varias veces a visitarme. Al día siguiente renovó las promesas de su paterno interés, pero yo no insistí en la petición de su firma para el reconocimiento civil. Dios tenía sus motivos para inspirarme en esto”. Es gracioso que esta mujer provoque envidia en un Obispo. Sin embargo, él no sabe que aquella mujer fue recibida con todos los honores por el cardenal de París Bonnechose y por el Nuncio Chigi. Podemos escucharla contando con mucha vitalidad las dos visitas: “Su Eminencia, demostrando el más vivo interés, me pidió poner bajo su control todas las gestiones en relación al asunto, prometiendo que las apoyaría con su autoridad religiosa y civil, es decir, como cardenal, como Arzobispo y como miembro del gobierno de Francia. “Esté segura, hija mía, –dijo– que el Breve del Santo Padre le permite regularizar su obra como desee. Su Obispo puede quererla o no en su diócesis, pero no tiene derecho a cambiar ni una coma”.

martes, 15 de febrero de 2011

40.- Ropas toscas y corazón de reina

En aquel Monte los niños atraían la atención de los forasteros, sobre todo porque estaban bien cuidados. Las ofertas que hacían al orfanato le venían muy bien al director-empresario y por eso se las quitaba a las hermanas. Además veía en la Madre una rival demasiado peligrosa y mucho más afortunada que él. Con aquellas ropas toscas, pero limpias, caminaba majestuosamente la noble señora, sobre cuyo rostro resplandecía la nobleza de la familia y la nobleza eucarística. El trato señorial y la maternidad espiritual conquistaban a los niños y a los visitantes. Ella tenía para su orfanato proyectos grandiosos: quería crear una granja escuela modelo, en la cual los niños pudieran aspirar a ser ingenieros agrarios para luego integrarse felizmente en la vida. También quería un trozo de playa donde los huerfanitos pudieran corretear a su gusto, acunados por el mar y acariciados por el sol.

Al Padre Robert, que era bastante déspota, aquella mujer tenía que parecerle un ministro con falda larga, y por eso muy peligrosa. Para deshacerse de ella la única cosa era quitarle los alimentos materiales y espirituales. De hecho, impidió que otros sacerdotes vinieran a dar conferencias y a confesar a las hermanas. La Fundadora,refiriéndose al hecho de que él, único predicador, pertenecía a los religiosos de Pontigny, anota con amarga ironía: “Tuvimos que contentarnos del único pan de Pontigny”.

Cuando la Madre fue a París para obtener la aprobación del Gobierno y subsidios para su orfanato, el Padre Robert se adueñó de todas las riendas. La Madre escribe: “Sabía que el Padre Robert podía hacer cualquier cambio en las prácticas de piedad en las Constituciones, según la facultad que yo le había dado; pero no me podía esperar que tan pronto se adueñara no sólo de toda la dirección, sino de la obra misma, de sus medios y de todas sus entradas, como supe por carta”. Y él presentó a la Superiora al Obispo como una mujer despreocupada, por lo que cuando ella volvió de París, con los favores obtenidos, tuvo del Pastor una acogida casi insolente. Ella misma nos describe la escena dramática.

39.- Que se escuche también a la otra parte

El Obispo, dotado de espíritu apostólico, era un hombre bastante iluminado. De hecho, él, como secretario, eligió un hombre con cultura y distinguido escritor. Éste era Mons. Du Manoir, primo de Madre Le Dieu, de la que, ciertamente, más de una vez habló bien de ella a su superior.

El Obispo se hará acompañar al Concilio por Mons. Du Manoir, el cual presentará a Pío IX una brillante monografía que había escrito en el Monte San Miguel.

Madre Le Dieu reconoce méritos en el Obispo y los subraya con alegría: “Nuestro Pastor es un hombre prudente y al mismo tiempo profundamente piadoso. La justicia y el buen corazón le hacían volver a nosotras. Él se veía obligado a admitir que nosotras éramos fieles a los compromisos tomados, más de lo debido y, a veces, era muy feliz de hacernos el bien o de contentarnos”. Mons. Bravard tiene expresiones sabias como éstas: “No se puede decir que la señorita Le Dieu haya soñado todo”. ”El Monte San Miguel no se hizo en un día, ni en un año ni en dos. Para rehacerlo también se necesita mucho valor. Por tanto tenga paciencia, procure ir adelante con los medios que tenga; en lo sucesivo quizá pueda hacer como mejor quiera”. “Querida hija, cuatro personas son suficientes para comenzar, en adelante si fuera necesario podrá admitir alguna otra postulante. Siga esta regla y dude siempre de su celo, que es demasiado ardiente, y sería peligroso si faltase una perfecta obediencia. La bendigo y le deseo que todo esto le ayude para el tiempo y para la eternidad”.

Madre Le Dieu, que ha recibido una educación refinada antes de hacer juicios molestos a cuenta de su Pastor, hace esta premisa: “Es difícil que en mi alma y en mi conciencia forme un juicio temerario, y más difícil aún que condene sin una certeza absoluta, pero nada me impide llamar blanco al blanco y negro al negro. El Obispo me escribió una carta que rompí para no ponerlo en ridículo y para no mostrar la injusticia de su conducta. Poco después vino al Monte y asustó y espantó de tal manera a Sor San Augustin, que la pobrecilla se echó a sus pies llorando y, creyendo que todo estaba perdido, intentó defenderme”.

La Fundadora atribuye a su carácter impetuoso y a la mala educación estos arrebatos que asustaban a las hermanas.

“Las palabras del Obispo confirman mi primera impresión sobre su carácter que era difícil por falta de una buena educación. Pero yo debía considerarlo como Superior absoluto de su diócesis y, por consiguiente, como el que me manifestaba la Voluntad divina, si bien en un modo poco gentil ni deseado. Él nunca ha tenido una palabra amable o alentadora para nosotras y nunca se ha ahorrado los reproches. Por todas estas pruebas, bendito sea el Señor, al cual todas nuestras fatigas iban dirigidas”.

Madre Le Dieu confiesa con honestidad: “A menudo una cosa me llama la atención: el Obispo se ha interesado por nosotras sin escuchar las malas lenguas. Él confesaba que se sentía obligado a ayudarnos, no obstante sus prevenciones y sus temores. Creo sinceramente que el Obispo tenía momentos de buena voluntad y si no se hubiera dejado llevar por influencias falsas y tristes hubiera logrado su intención, y además muy pronto”.

Madre Le Dieu escribe acerca de la personalidad y la conducta del padre Robert: “En noviembre de 1868 hice imprimir boletines de adhesión y suscripciones a favor de nuestra obra.

Muchas razones me aconsejaban a servirme de ellas para fundar una granja agrícola a nombre nuestro y para obtener el terreno de la playa. Pero esto aumentaba los celos del Padre Robert, que deseaba el monopolio de todas las obras del Monte San Miguel para su Congregación, y viendo que los visitantes se interesaban más por nuestro orfanato que por todas sus obras, quería absolutamente convertirse en jefe. Si él hubiera compartido nuestro modo de ver los intereses civiles, y sobre todo religiosos, de aquellos niños que nosotras aceptábamos sólo por la gloria de Dios y para su salvación, la cosa habría sido muy diferente”.

lunes, 14 de febrero de 2011

38.- El brazo de hierro

Doblegar a la Fundadora no será tarea fácil, pero el Padre Robert, con naturaleza de luchador, toma gusto en doblar a aquella mujer que, según él, es una testaruda y enseguida comienza el brazo de hierro. Puesto que él dispone de la economía, comienza a disminuirles los alimentos y obliga a Madre Le Dieu a endeudarse para que puedan vivir las hermanas y los huérfanos. ¿Y el Obispo? Mons. Bravard se inclina por tener confianza en su lugarteniente, que está dispuesto a realizar su proyecto: hacer renacer arquitectónicamente el milenario monumento y llevarlo al antiguo esplendor especialmente con las peregrinaciones y el turismo. Por otro lado, el Obispo no cree excesivamente en el carisma de Madre Le Dieu y no tiene en cuenta que la Obra de la Reparación sea la primera del Monte San Miguel. Lo que interesa no es la cuna de la Obra sino la asistencia que las religiosas prestan a las obras que surgen allá arriba. A él más que la reparación le urge el trabajo. Por tanto, la mentalidad del Obispo y la de Madre Le Dieu son contrapuestas. Si el Pastor hubiera tenido que hacer triunfar personalmente la suya habría sido indudablemente más delicado con la Fundadora. Pero a su lado estaba el Padre Robert, quien veía en el proyecto del Obispo la voluntad de Dios, aunque en él había una buena dosis de maquiavelismo que le hacía instrumentalizar cosas y personas con tal de lograr su objetivo. En relación con Su Excelencia siempre tenía en los labios la clásica exhortación: ”Déjeme hacer a mí”. El Obispo dejaba hacer todo, pero el Padre Robert no le informaba de todo. Mons. Bravard era indudablemente un hombre de buen corazón aunque tuviera un carácter repentino e impulsivo.

domingo, 13 de febrero de 2011

37.- Reverencias a los que están en alto, pisotones a los que están abajo

Presentamos a los dos actores principales del drama:

Mons. Bravard y el Padre Robert. El segundo estaba unido al primero por vínculos doblemente filiales. Mons. Bravard, junto a otro eclesiástico, había fundado la Congregación de Pontigny en la cual primaba el Padre Robert. Por eso éste estaba dos veces unido al Obispo: como sacerdote al Pastor y como religioso al Fundador. Era lógico que el Obispo tuviera plena confianza en su hijo espiritual. Mons. Bravard había fundado una segunda Congregación de Misioneros, que debía cuidar el renacimiento del Monte San Miguel y realizar en aquel monumento un apostolado específico que hiciera nacer y prosperar allá arriba obras religiosas, destinadas a dar gloria a la Iglesia de Francia. Por consiguiente, no sólo Madre Le Dieu era Fundadora, sino que también Mon. Bravard era Fundador, mejor dicho, dos veces Fundador y además de eso había puesto la cuna de la segunda fundación precisamente allí. ¡Dos cunas una al lado de la otra se molestaban! El Obispo no tuvo acierto en elegir a los primeros misioneros que debían prepararse para el apostolado requerido en el Monte San Miguel. El superior estaba casi ciego y no veía ni las especulaciones que se hacían del edificio ni el precioso material que era robado. El Obispo, muy pronto tuvo que mandarles marchar, entonces pensó sustituirlos con los misioneros de su primera fundación, llamados de Pontigny. Fue entonces cuando llamó al Padre Robert, hombre de confianza para él. Con esta sustitución ganaron mucho las construcciones materiales pero perdieron las obras espirituales. Padre Robert era un hábil constructor de grandes tendencias especulativas, pero poco respetuoso de los derechos y de las personas. Conocía de maravilla el arte de hacer reverencias a los que están en alto y pisar a los que están abajo. Las tentaciones del dictador podían más que él. En el Monte no se mueve ni una hoja que el Padre Robert no quiera. Según él la unidad de la obra requiere también la misma dirección y aquella señora, excesivamente devota, es demasiado para él. Allá arriba las religiosas son necesarias y las que están son insustituibles, por consiguiente, que se queden las hermanas y que se vaya la superiora. Él mismo la sustituirá y será el fundador en lugar de la Fundadora. ¡En el Monte ha estallado la epidemia de los Fundadores!

sábado, 12 de febrero de 2011

36.- Nido al sol

Aquellas hermanas se sintieron madres para los huerfanitos y como tales los amaban, los cuidaban y los formaban; para educar bien es necesario tener mucha alegría y mucho amor, y aquellas vírgenes valientes, guiadas por la Fundadora, entregaban la vida para crear un ambiente acogedor y lleno de calor familiar. Los rostros de aquellos necesitados aparecían serenos y no tenían ningún signo de nostalgia familiar, ellos se encontraban en familia. Cada religiosa, después del Santísimo, amaba a aquellos niños.

Al cabo de dos años el orfanato está a pleno ritmo y el periódico del Avranchin ya se interesa por él: “Domingo, 5 de Julio de 1868, el obispo de Coutances y Avranches había interrumpido las visitas pastorales en nuestros pueblos para tomarse unos días de descanso entre sus queridos niños del Monte San Miguel, porque el trabajo en medio de ellos es un descanso para el corazón. Él mismo había querido recoger las primicias de la dorada mies, que sus religiosas de San José de la Adoración cultivaban para el cielo con una incansable dedicación. El Obispo distribuyó el Pan Eucarístico a los niños que hicieron la Primera Comunión en aquella casa, y por la tarde les administró la Confirmación. El sereno recogimiento de los pequeños, la alegría del Padre Bourbon, que los había preparado con tanta ilusión, y la de las hermanas que habían colaborado con todo el corazón como verdaderas madres, el fervor que reinaba en la humilde capilla preparada para la ocasión, todo esto, incluido el esplendor de un precioso día de verano, que se irradiaba en el maravilloso panorama del Monte y de la playa, todo, digo, contribuía a suscitar en las almas una dulce y profunda emoción. También el Obispo lo compartía: De hecho, cada vez que tomaba la palabra, se reflejaba la emoción. Al ver los buenos resultados todos tomábamos parte de sus esperanzas. Padre Hémain, cura del Monte San Miguel, aprovechó la ocasión para ofrecer la gracia de la Confirmación a aquellos feligreses que todavía no habían recibido este Sacramento. Ellos se arrodillaron al lado de los niños del orfanato y cuando éstos, al final de aquella bonita jornada, expresaron su agradecimiento al Obispo, al Abad Tanquerel, a todos los benefactores, también un niño del Monte se dirigió al Obispo con palabras de agradecimiento”.

La piedad eucarística en el Monte San Miguel era ardiente. Una segunda lámpara, que la Madre llamaba reparadora, se consumía ante el Santísimo como signo del alma que adora reparando. Las lámparas de aceite, junto a las lámparas vivas, se consumían iluminando el Sagrario, y el trabajo formativo crecía armoniosamente cuando se condensaron los nubarrones y se desencadenó el temporal que destruyó el nido de las palomas.

viernes, 11 de febrero de 2011

35.- Fervor de abejas reinas

En el mes de abril de 1866 llegaron al Monte los primeros huérfanos y así comenzó la asistencia a los niños pobres. Esto era una novedad absoluta, porque las leyes eclesiásticas prohibían a las religiosas cuidar de los niños; tenían que cuidar exclusivamente a las niñas. La Fundadora comenta: “Esta obra entra en los fines de la reparación. No se trata de nutrir e instruir a los niños, como se hace en las escuelas, sino de darles una sólida educación cristiana, de plasmar esta pasta blanda sobre el modelo de los santos. La Providencia ha querido que esta obra fuera la segunda, y en cualquier forma complemento de la primera, porque se ocupa de la educación de los que son llamados a influir en la sociedad y en la religión de un modo positivo. En efecto, de los niños educados en la piedad nacen las verdaderas vocaciones”. También el orfanato tenía como fin la Obra Reparadora. De hecho se podían educar niños inocentes en el espíritu de Adoración Eucarística y entre ellos era fácil elegir y cuidar vocaciones, también eclesiásticas, que hubieran promovido la obra con competencia.

Otra novedad en la pedagogía de Madre le Dieu consiste en el hecho de que no quiere abandonar a aquellos niños cuando todavía son adolescentes, sino que quiere integrarlos en la sociedad sólo cuando estén formados. Por eso tuvo que afrontar grandes problemas, pero la Madre no era una mujer que se dejara desanimar ante las dificultades. El propósito que se había formulado, siendo todavía joven, estaba siempre presente en su vida: “Para reparar, vivir a los pies de María con los ojos fijos en sus manos. Cuando necesite luz y fuerza me elevaré con confianza hasta su Corazón, refugio de pecadores, camino seguro para ir al Corazón de Jesús”.

“El 18 de abril de 1866 finalmente llegaron los primeros niños.

Sólo por amor a Dios aceptamos esta misión, sabiendo de antemano que iba a ser muy ardua, que seríamos poco apoyadas, que encontraríamos dificultad en educar a algunos ya mayores en edad. Sin embargo, los acogimos muy contentas, y aquella noche tuvimos que pasarla en vela para prepararles la ropa necesaria, porque más de la mitad de aquellos niños no tenía nada para cambiarse. Sinceramente, no se puede negar que el buen Dios ha ayudado a estas buenas hijas, porque trabajaron casi día y noche con un ánimo y con una alegría ciertamente extraordinaria. Y fue necesario casi un año para llevar a cabo el trabajo más indispensable”.

jueves, 10 de febrero de 2011

34.- Diez piedras vivas

"Al dar el hábito a la tercera y a la cuarta religiosa habíamos evitado la ceremonia de una vestición mundana, a la que no estaban acostumbradas, y tomamos la decisión de permitirla sólo a las que, teniendo que renunciar a los vestidos del mundo, se los habrían puesto aquel día por última vez. Porque las buenas hijas, no estando acostumbradas a tales vestidos, no los saben llevar, no sienten dejarlos y a menudo en lugar de edificar parece una gala ridícula, sin embargo, no sucede así para aquellas que habiendo encontrado satisfacción en llevarlos, en ese momento hacen verdadero sacrificio dejándolos. Las hermanas de las que he hablado habían llevado con gran modestia su devoto hábito de postulante y cambiaron con alegría el pequeño velo de la primera consagración por el gran velo blanco, primicia de un compromiso más serio. Así se hizo entonces y así se hará en el futuro para permanecer en la sencillez y en la verdad. En dos años, el Obispo ha bendecido y consagrado (dos veces), él mismo o por medio de algún delegado suyo, a diez piedras vivas del edificio que Dios, en su bondad suprema, destina al servicio de Jesús Redentor y María Reconciliadora bajo el patrocinio de San José”.

Como se ha intentado explicar, el nombre de “Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora” era dado a todas las mujeres, aunque fueran adolescentes o esposas, que se unían al movimiento de Adoración Reparadora, por eso resultaba un nombre genérico que no caracterizaba a las hermanas que, viviendo en comunidad, debían constituir el núcleo organizador, animador y directivo de la Obra de reparación. El Obispo, que había estudiado bien el estatuto redactado por la Fundadora, se dio cuenta de esto y por eso en los documentos diocesanos y en el registro de fundación denominó a aquellas vírgenes “Religiosas de San José de la Adoración”. La Madre llamó a la obra del orfanato con el nombre de Protectorado de San José.

La aparición de San José fue una sorpresa para Madre Le Dieu, no se dio por ofendida, con el ya sabido humor que nunca la abandonaba. Después de las pruebas sufridas anotó: “Nosotras hemos mantenido fielmente el nombre de Religiosas de San José y, no obstante las pruebas, queremos mantenerlo aunque el buen padre no nos parece tan favorable como lo es para otros que le son devotos y que llevan su nombre; sin embargo creo que le debo muchas gracias. Él permite que nos traten como ha sido tratado Él, y todo esto no es ninguna prueba de abandono”.

Más tarde, cuando Madre Le Dieu quiere que sus obras externas, como los orfanatos, sean reconocidas por el Estado, se da cuenta que aquella denominación de “Religiosas de San José” es demasiado devocional y poco viable para la mentalidad cívica y para sus hijas; escogerá el nombre de “Auxiliares Católicas”.

miércoles, 9 de febrero de 2011

33.- El mar viene al encuentro de las esposas

“Pasamos ocho meses hasta el día en que el buen Dios, finalmente, permitió que el 19 de marzo de 1866, bajo la protección de San José, hiciéramos los votos en las manos del Obispo, que adoptó para esta fiesta las bellas ceremonias del Pontifical Romano. Él, siguiendo su buen corazón, como así lo creo, hizo este acto con mucha seriedad. Durante casi cuatro horas estuvo en el altar con el báculo pastoral en la mano y la mitra en la cabeza, en la celebración de la entrega del hábito a dos religiosas y de nuestra profesión, y mostró una fe admirable y una plena esperanza para nuestra Obra. Si Dios no la hubiera querido no habría permitido un inicio tan bello.

La fiesta, en su sencillez, resultó emocionante, bella y majestuosa. Una docena de distinguidos sacerdotes muy devotos ayudaban al Obispo. La capilla estaba llena de familiares; también ellos, muy recogidos, unían sus oraciones y sus esperanzas. Un espléndido día de primavera hacía resplandecer nuestras bellas murallas llenas de flores; y la playa, tan abierta y preciosa, vio venir a su encuentro el mar en el momento en que, postradas, hacíamos a Dios nuestra ofrenda total. Noté una intensa emoción al sentir el ruido de aquellas olas en el momento tan importante y solemne de nuestra consagración, de la que el gran obediente era como uno de los principales testigos. Cada día, fiel a la orden recibida desde miles de años, a la hora establecida, viene a mojar el grano de arena que le ha sido dado como confín y que no sobrepasa nunca, ni siquiera en su furor. ¡Cuántas lecciones me ha dado! ¡Cómo me ha animado a la obediencia y a la humildad el recuerdo y el ejemplo de este noble y potente elemento! ¡Cuántas veces su contemplación ha sostenido y engrandecido mi ánimo! No me hubiera contentado con nada menos grandioso para aliviar un poco mi corazón oprimido por las pequeñeces que a menudo lo han circundado en este lugar.

El Obispo quiso que participáramos de la alegría de nuestras familias durante el banquete en una sala preparada para la fiesta.

Una amiga muy cercana a nosotras hacía los honores de casa. Todo parecía presagiar un feliz porvenir. Me parece un deber citar aquí el artículo de la Semana Religiosa que refirió este hecho tan importante para nosotras: “El 19 de marzo, fiesta de San José, quedará memorable en la historia del Monte San Miguel, porque desde aquel día, data la fundación religiosa de una nueva Congregación cuyas murallas son la cuna. No estamos aquí para hacer un elogio, el elogio está en su nombre: Adoración Reparadora perpetua, y en su aprobación, después de ser bendecida por el Cura de Ars, el Sumo Pontífice Pío IX ha autorizado personalmente esta obra con un breve escrito de su puño y letra. Esta es la obra que Mons. Bravard ha autorizado de una manera solemne, recibiendo los votos y entregando el santo hábito a las primeras religiosas que se han consagrado a esta Obra.

“Yo espero –dijo el Obispo– que Dios bendiga esta Obra porque está llamada a trabajar para su mayor gloria. Por el momento es una pequeña semilla, pero fructificará y producirá un árbol magnífico que adornará el vasto campo de la Iglesia en la que las obras de Dios, aun siendo numerosas, todas encuentran su lugar. Desde hoy Él será alabado, bendecido y adorado donde estaba abandonado, despreciado y ultrajado por la blasfemia. En todo esto reconozcamos el dedo de Dios y adoremos los designios de la Providencia siempre buena y siempre paterna”.

Éstas son las palabras que dijo el Obispo y aquel día noté su corazón emocionado por la verdad y por la fe. Junto a las profesiones tuvo lugar también la ceremonia de la vestición que se desarrolló seria y digna”.

domingo, 6 de febrero de 2011

32.- Que yo sea para Jesús como una nueva humanidad

Si la intimidad y la unión vital entre Jesús y los cristianos es tal, es bastante obvia la exhortación del Apóstol: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. La doctrina de San Pablo exige nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, de modo que podamos decir: “Estoy crucificado con Cristo en la cruz”.

Para quien forma parte de un cuerpo cuya Cabeza está coronada de espinas, sería vergonzoso vivir como un miembro delicado; por eso todo bautizado debería orar así: “Oh Fuego Consagrador, Espíritu de Amor, ven a mi alma para que se haga como una encarnación del Verbo; que yo sea para Él como una humanidad añadida en la que Jesús renueve todo su Misterio”.

Todo su Misterio Pascual, que no consta sólo del Viernes Santo, sino también de la mañana de la Resurrección.

El Misterio Pascual es el drama de amor de cuatro actos: Pasión y Muerte de Jesús, Resurrección, Ascensión y Misión del Espíritu Santo, el Consolador que obra en nosotros la primavera de las Bienaventuranzas.

Precisamente dice un poeta que Dios es alegría y por eso ha puesto el sol ante su morada.

Nosotros somos templo del Espíritu Santo y Él no pone ante su morada un sol, sino que dentro de estos templos se coloca a sí mismo como el sol de los gozos eternos.

El Espíritu Consolador inunda nuestras almas de las ale­grías del Resucitado y nos obliga a exclamar como San Pablo: “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones”. La expresión del apóstol en boca de la Fundadora suena así: “Inspirada en estas palabras: está escrito, he aquí que vengo para hacer tu voluntad, el alma que las ha comprendido sigue con alegría la Palabra Divina y todo lo abandona para seguir al Divino Maestro allí donde la llame”.

“¡Fiat! Repetiré esta palabra hasta el último respiro: es el latido de mi corazón”.

“Es justo completar lo que falta a la Pasión del Salvador, como dice San Pablo, es decir, nuestros sacrificios personales, por eso Fiat”.

En esta esfera de los gozos del Espíritu Santo se incluyen las alegrías de la maternidad espiritual. Con la virginidad la religiosa no renuncia a la maternidad: ella, ofreciendo al Señor la descendencia física, obtiene de su Esposo Divino el don sublime de generar almas. Amando con corazón indiviso a Jesús, la casta esposa consigue la suma fecundidad: regenerar las almas a la vida de la gracia. A imitación de la Virgen de la vírgenes armoniza también ella el esplendor de la virginidad con las alegrías de la maternidad. Pero lo que mayormente embriaga a la esposa de Jesús es la alegría que, con su fecundidad espiritual, ella procura al Señor. Así, puede hacer suya la expresión: “La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”.

Madre Le Dieu anhela también una arquitectura eucarís­tica.

El Sagrario sea el corazón de la casa, por eso todos los locales converjan en la capilla, a la que tengan acceso rápido y fácil.

La colmena de Dios zumbaba feliz y las vírgenes generosas ardían del deseo de consagrarse al Esposo Divino. Como en todos los acontecimientos solemnes debemos ceder la pluma a la protagonista de esta his­toria.