lunes, 31 de enero de 2011

25.- Unir el oficio de Marta con el de María

Madre Le Dieu está convencida que el Monte San Miguel es el lugar más apto para su Instituto, pero el Pastor duda que aquel Instituto sea de verdad querido por Dios. Él necesita una comunidad religiosa en el interior del castillo para realizar diversas obras, pero Madre Le Dieu, ¿acaso no es una contemplativa que desea pasar su vida de rodillas ante el sagrario? Por eso le escribe más bien en términos desalentadores: “Si voy al Monte San Miguel, como es probable, necesitaré religiosas para la dirección: 1) de un albergue para mendigos; 2) de un orfanato para chicos; 3) de una casa de ejercicios para mujeres”.

Pero la Fundadora no es una mujer que pierde el ánimo; y así responde al Obispo: “Ya que nuestra Obra puede prestarse tanto a la reparación de las almas y de los cuerpos como a la reparación a Dios, nosotras estamos a su disposición, Excelencia, para las obras de caridad... Distribuyendo oportunamente al personal podemos asegurar el cuidado y la atención a los niños y ancianos”.

Y en otra carta escribe: “Estaré contenta de poder liberaros del gasto del personal y de ver a nuestra querida Congregación unir el oficio de Marta al de María, en lo que sea posible.

La santa mujer quiere dejar bien claro las condiciones económicas antes de aceptar, porque sabe que puede encontrarse sobre arenas movedizas, pero en el corazón tiene esta certeza: “El buen Dios quiere que sea aquí la sede más importante de la Adoración Reparadora en Francia, aquí deben nacer las dos bellas obras que faltan en la diócesis: los retiros particulares y el albergue para los pobres. Sin embargo, Dios conoce la hora y los medios”. Esta certeza le lleva a minimizar las dificultades: “Yo siempre pienso que el Monte sea la digna sede diocesana de la Adoración Reparadora; que sea la primera obra que se instituya y que no será obstáculo para ninguna otra. Es tan poco el espacio que ocuparemos en ese inmueble tan grande que pasaremos desapercibidas. Una habitación para la cocina, una para el refectorio y el trabajo, una para el dormitorio, un pequeño oratorio si no fuera posible ir a la Iglesia para el culto; esto es todo”.

El Obispo puede creer que Sor Le Dieu será capaz de unir el oficio de Marta y María, pero nunca llegará a comprender que la primera obra que quiere implantar en el Monte San Miguel sea la Adoración Reparadora. El proyecto del Obispo era bien diferente y la Fundadora, muy inteligente, lo comprendió demasiado bien, lo expresa con tono irónico: “Pensó fundar una congregación él mismo, hacer muchas especulaciones artísticas para restituir el lugar al primitivo esplendor”. Claro que el Monte podía ofrecer buenas entradas de dinero para las obras de caridad de la diócesis. Y de esto no se podía culpar al Obispo Mons. Bravard, que aceptó la colaboración de Madre Le Dieu sólo cuando no le quedó más remedio. Por otra parte hubiera sido deshonesto dejar fuera a quien antes había tenido la idea de rescatar a la fe al Monte San Miguel.

La Fundadora cuenta cómo fue la llegada a la nueva sede: ”El 15 de junio de 1865 dejamos Avranches; estaba contenta, no obstante los obstáculos que ya preveía, pero que intentaba manifestar lo menos posible a mis compañeras, las cuales, por su inexperiencia, hubieran podido turbarse sin poder impedirlo.

Ellas compensaban los defectos involuntarios con una voluntad verdaderamente dócil y con una entrega verdaderamente heroica.

Las dos primeras pueden ser definidas con estas palabras: un conjunto de sublime y de absurdo.

Sólo éramos cuatro, como había dicho el Obispo, pero la primera volvió a Avranches para terminar la mudanza, así que me quedé con las otras dos durante muchas y muchas noches; solas en aquel inmueble completamente aislado y sin puertas externas. Sólo Dios era nuestro guardián, y Él nos preservó de ser molestadas. Lo primero que hicimos fue preparar la capilla en el local más bonito. Con el mobiliario y los ornamentos del primer oratorio la preparamos tan bien que el Obispo, que vino unos días después, quedó maravillado, la bendijo, celebró la primera Misa y nos dejó el Santísimo. Para el servicio religioso fue encargado el antiguo capellán.

Con mucha fatiga se desalojó y se limpió el resto del penal. Los malos olores, de los que se habían impregnado las paredes y el suelo que, durante casi medio siglo, habían hospedado doscientos hombres dedicados al humo y al vino, hacían que la casa fuera casi inhabitable, por lo que se tuvo que echar cal y los locales tuvieron que estar abiertos hasta que fue posible, a pesar de los fuertes vientos que soplaban a menudo en este lugar, vientos que no llevan el nombre de Mistral, pero que no por eso son menos molestos. Había ambientes bien arreglados, pero de difícil acceso, especialmente durante la reparación de la Abadía, porque los obreros tenían que pasar por nuestro apartamento; sólo Dios sabe cuánto hemos tenido que sufrir y temer por esta dependencia”.

domingo, 30 de enero de 2011

24.- Una maravilla del occidente

Cuando en el Canal de la Mancha el cielo está sereno, a doce kilómetros de Avranches, emergiendo del mar, se eleva la punta rocosa del Monte San Miguel.

Como flores que brotan de la roca, anhelan al cielo de zafiro los cien pináculos de la basílica, que es abrazada por la Abadía.

En torno al solemne monumento, como arrodilladas en el verde, humildes y bonitas se extienden las casitas de los pescadores. Cuando sube la marea, que en el Canal de la Mancha alcanza los doce metros, la corta tira de tierra que une el Monte al continente queda casi sumergida y entonces San Miguel emerge de las aguas aún más bello; entre los colores del cielo y del mar brilla como una joya flotante. La deliciosa unión entre arte y naturaleza, la amplitud del panorama, la magia de los colores del cielo, de la tierra y del mar hacen de San Miguel la maravilla de Occidente.

Victorine, tras cerrar los ojos a la luz de Avranches, entre las primeras imágenes, en su fantasía poética, se graba aquella visión de ensueño.

Desde el año 965 los Benedictinos de aquel Monte elevaban al cielo la oración litúrgica; la revolución transformó la Abadía en un penal, primero para el clero que no había querido prestar juramento a la República, y luego, para los presos civiles. Cuando en octubre de 1863 los presidiarios fueron trasladados a las colonias, Madre Le Dieu pidió al gobierno la Abadía para que fuera la cuna de la Obra Reparadora. Habló con su obispo, Mons. Bravard, que obtuvo del Estado el Monumento en alquiler, pagando una cantidad puramente simbólica.

Evidentemente, el Obispo creyó que aquel complejo de edificios tan amplios era demasiado grande para una comunidad de pocas hermanas, y pensó llevar el Monumento al antiguo esplendor benedictino. Según su objetivo allí debían surgir muchas obras, y el lugar restaurado debería ser lugar de peregrinación y de turismo. Ciertamente las hermanas eran necesarias, pero la señorita Le Dieu con pocas compañeras, ¿habría podido hacer frente a las necesidades que para el nacimiento de aquel centro histórico se presentaban tan enormes?

Con este fin él había fundado una Congregación de Misioneros Diocesanos. Las religiosas eran indispensables allá arriba, pero era necesario un Instituto bien consolidado.

¿Cuáles eran las energías de las que disponía Sor Le Dieu con pocas compañeras que parecían tener escasos recursos?

Él llamo a la puerta de varias congregaciones obteniendo siempre resultados negativos.

Ninguna superiora quería poner en peligro a sus hijas entre las murallas de un viejo penal, por lo que el Pastor se replegó sobre Sor Le Dieu.

Así se explican las largas y duras negociaciones entre la Fundadora y el Obispo.

sábado, 29 de enero de 2011

23.- Vestición y votos

El año 1865 se inició con la misma fidelidad y abandono. El Obispo fue a visitar la casa y prometió que entregaría el hábito religioso el día de la Purificación, pero, teniendo que ausentarse, dio el encargo al párroco Barenton, que era el director. La ceremonia fue anticipada al día 1 de febrero por la tarde. En ella participaron las religiosas del Carmelo y la familia; alrededor de treinta personas llenaron el oratorio.

Madre Le Dieu, que había recibido el hábito religioso de manos del padre Régis, pronunció los votos con la fórmula que ella misma había preparado como expresión de la finalidad de su Instituto.

¡Gloria a Dios sólo!

Todo por el amor de Jesús.

Todo por el honor de María.

Todo bajo el patrocinio de San José.

Yo, Victorine Le Dieu, en religión Sor Marie Joseph de Jésus, revestida hoy de las insignias de Jesús Redentor y María Reconciliadora, quiero consagrarme de nuevo, en espíritu de justicia y reconocimiento para toda la vida, con los votos constitutivos de la santa Congregación de la Adoración Reparadora perpetua.

Por esto prometo libremente y con todo el corazón y en las manos de nuestro director Mons. Barenton, párroco de la Iglesia de la Virgen de los Campos, representante del romano Pontífice Pío IX y de Dios mismo:

1) los votos simples de pobreza, castidad y obediencia contenidos en el voto de obediencia a nuestras Constituciones según la regla de San Agustín aprobada por la Santa Iglesia romana;

2) el voto de absoluto abandono a los sagrados Corazones de Jesús y de María, de todos los méritos y satisfacciones que podré adquirir con la gracia de Dios en la vida y en la muerte, para que dispongan según su voluntad para la conversión de los pecados y el sufragio de las almas del Purgatorio.

3) finalmente intento demostrar, franca y sinceramente, la más perfecta devoción y el amor más filial a la cátedra de San Pedro, centro y vida de la fe católica y apostólica, rechazando con horror la sombra de las herejías que se multiplican y disimulan de un modo tan deplorable bajo diversas formas.

Casa de S. José, Avranches, 1 de Febrero de 1865

Sor Marie Joseph de Jésus Le Dieu

Barenton can. párr. de la Virgen de los Campos

jueves, 27 de enero de 2011

22.- Bajo las alas del arcángel

Rica por su “tesoro”, la piadosa peregrina volvió a su Patria.

Le parecía que había perdido una decena de años y tenía la impresión de caminar con el sol bajo el brazo. Los hombres parecían más buenos, la creación más hermosa; hubiera dicho con Dante: ”Incipit vita nova”, comienza una vida nueva.

Con una carta de recomendación, escrita por el padre Eymard, se presentó enseguida al nuevo Obispo; el anterior había fallecido.

El santo sacerdote, entregándole la carta, le había descrito así a Mons. Bravard, su amigo: “Es un hombre de buen corazón, un hombre decidido; pero hágale escribir todo lo que promete, la memoria le puede traicionar”.

A Mons. Bravard no le gustaba mucho el triunfalismo romano, del cual aquel Breve le parecía bastante impregnado, y por eso la neofundadora tuvo una acogida más bien fría. Era la primera helada que caía sobre las flores. De cualquier modo, el Obispo consultó a sus consejeros y en enero de 1864, sin previo aviso, se presentó en el oratorio de Madre Le Dieu. Claro que el Obispo había visto cientos de capillas más bonitas y más artísticas, pero una tan exquisita y tan acogedora no la había visto nunca. Al encontrar todo en orden, él le dio vía libre.

La Fundadora replica: “Excelencia, no sólo esperamos esto, sino que le pedimos que nos indique el camino”.

“Muy bien, pronto lo conocerá”.

El día 31 de enero, el Obispo mandó el decreto de la fundación y un pequeño reglamento que había redactado con diminuta caligrafía. Dos días después, conmemorando la Presentación de la Virgen María al templo, Victorine inició la vida religiosa en el pequeño oratorio con una postulante.

El minúsculo brote tardaba en despuntar sobre el terreno, es decir, las vocaciones tardaban en venir, porque al temor que la Madre tenía de asumir la guía de las almas se unía la frialdad que mostraba el Obispo en relación a la Obra.

De hecho, en aquel tiempo se presentaron jóvenes y nos ofrecieron casas.

Madre Le Dieu informó al Obispo, rogándole que le dijera claramente si autorizaba la Obra, porque desde hacía varias semanas esperaba su contestación a este respecto.

El Obispo, molesto, respondió: “Yo deseo que sus designios sean los designios de Dios y que se mantenga siempre fiel a la gracia divina para no desmerecer la predilección de la cual usted cree ser objeto”. ¡Qué punzante aquel se “cree”! Luego intenta despedirla más suavemente: “Si tiene prisa para decidir, le repetiré lo que ya he tenido el honor de decirle: vaya a Roma o a cualquier otra diócesis de la que ya se ha hablado, si cree que allí las cosas serán según sus deseos. En cuanto a mí, tengo necesidad de ver bien claro en un tema tan importante; para esto espero a que me venga la luz de lo alto”.

Como se ve, “el Obispo no rechazaba nada, pero tampoco se concluía nada porque no nos daba apoyo. Por miedo a carecer de paciencia, de resignación o de prudencia, esperaba entre un paso y otro hasta que podía. ¡Cuánta lentitud, cuántos desengaños, cuántas pruebas de todos los estilos!

Pero, ¿qué hace? –me decía una persona que se interesaba por nosotras– ¿qué tengo que decir a quien me pregunta por el sentido de su vida solitaria?

“Diga que me preparo para morir”, y era verdad; durante todo el día sólo hacía esto, abandonada cada vez más en la Divina Providencia”.

El 7 de diciembre de 1864 salió a la luz otro documento que salpicaba destellos eucarísticos: la ficha de inscripción de la Asociación de los Hijos de Jesús Redentor y María Reconciliadora.

Los asociados se comprometían a recitar todos los días el Padre Nuestro y el Ave María o las oraciones de la ficha y hacer una oferta para la Misa Reparadora. Ellos participaban de todas las oraciones y de los méritos de los asociados y de muchas órdenes religiosas como los Carmelitas, los Dominicos, los Franciscanos, los Cistercienses, los Trapenses. De alguna manera la ficha era una especie de carnet que concedía el derecho de pertenecer a un grupo eucarístico.

Hacia finales de año una joven, que había oído hablar de la nueva institución, entró a formar parte de la pequeña comunidad.

miércoles, 26 de enero de 2011

21.- Una canonización que precede al nacimiento

El documento, que suscitó tanta admiración entre prelados y expertos, en un primer momento parecía sencillo, y todavía más sencillas sonaban las palabras que Pío IX había escrito de su puño y letra a la petición: “Devolvemos la petición con las facultades al juicio y a la prudencia del Obispo, siempre que se trate de mujeres que vivan en comunidad”.

Pero en realidad, para los expertos en derecho, aquellas expresiones eran también la solemne aprobación de una congregación religiosa de mujeres. Se obtuvo así un hecho muy raro y quizá único en la historia: la suprema aprobación de una congregación religiosa antes de que naciera. El hecho hace pensar en lo que le sucedió a S. Juan Bautista, que fue canonizado antes de su nacimiento.

Por este motivo, aquellos dignatarios y aquellos expertos daban vueltas y vueltas al documento que tenían en sus manos, leían y releían sin dar crédito a lo que veían, luego se lo devolvían a la neofundadora con rostro estupefacto. Mons. Pacca fue el primero en maravillarse antes de poner dos sigilos lacrados sobre la cinta que sujeta el breve al cartón: Sigillum Bartholomaei Pacca. A la mirada de la neofundadora, aquellos circulitos de lacra tenían que aparecer más hermosos que cualquier piedra preciosa. Ella se llevará el Breve siempre consigo y lo amará quizá como ninguna mujer haya amado tanto la alianza matrimonial. En su escala de valores, después de la Eucaristía y el Evangelio, estaba el Breve.

En términos sencillos, en el coloquio con el Papa se había desatado este proceso lógico confirmado por el soberano documento. Para la Obra de la Adoración Reparadora se necesita el Santísimo, y para tener el Santísimo tiene que haber una comunidad de mujeres. Por tanto, se debe fundar esta comunidad. Pero como es necesario expresar la fe con obras de caridad, estas religiosas no se limitarán solamente a la Adoración, sino que extenderán la reparación también a las obras de caridad, según los tiempos y los lugares. Por consiguiente, su característica consistirá en impregnar las obras caritativas del espíritu de reparación que toman de la Eucaristía. El proyecto de Victorine había sido ampliado y concretado por el Vicario de Jesucristo.

Ella quería la aprobación de la gran familia eucarística compuesta por Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Recon­ciliadora, que constituían una especie de cruzada de oración, abierta a todos los fieles; también deseaba el permiso de tener el Santísimo en diversos oratorios que se abrirían como centros del movimiento. Sin embargo, Pío IX concede también la facultad de fundar una congregación religiosa que presida el vasto movimiento eucarístico, y quiere que las religiosas expresen la reparación eucarística también mediante obras de caridad, que deben ser abiertas para adaptarse a las exigencias de la sociedad contemporánea. Victorine pensaba sólo en una reparación contemplativa, Pío IX quiere que a la reparación contemplativa se añada una reparación activa. Sin embargo, una y otra, deben salir de almas eucarísticas.

Ahora, en el espíritu de la neofundadora, resplandecía con luz sobrenatural el proyecto que había surgido de la síntesis armónica entre la espiritualidad de Victorine y la de Pío IX. Por eso, Madre Le Dieu veneraba a Pío IX como fundador, o al menos como cofundador de su Obra.

Ella comprendió muy bien que para fundar la Obra de la Adoración Reparadora no bastaba con el Santísimo, sino que se necesitaban también religiosas que prodigaran cuidados de esposas a Jesús Eucarístico. El Breve requería mujeres que vivieran una vida en común. De acuerdo con esto, este proyecto no podía ser realizado por un Santo, como por ejemplo S. Julián Eymard, porque se necesitaban religiosas y no religiosos.

Madre Le Dieu era simpática cuando, con ojos llenos de entusiasmo y con acento catedrático, repetía la frase del Breve: “mientras se trate de mujeres”.

Todas las cosas de este mundo tienen sus límites, por eso también el Breve que, aún siendo excepcional, tenía los suyos propios. Iniciaba una obra comenzando desde el tejado y otorgaba distintivos de generalísimo cuando no había ni siquiera un soldado.

Todos los privilegios que el Breve concedía a Madre Le Dieu, poniéndola bajo la dependencia directa de la Santa Sede, en gran parte la hacía exenta de la autoridad de los obispos. Esto estaba destinado a suscitar perplejidad o irritación en Francia, donde algunos obispos respiraban aire galicano y por eso eran celosos de su autonomía.

En la audiencia papal, Victorine había pedido y obtenido de Pío IX el permiso de vestir el hábito religioso. La ceremonia fue celebrada por el padre Régis, procurador de los Trapenses, en la capilla de las Religiosas de San José de la Aparición, como se revela en la declaración que seguidamente éste le otorgó.

¡Gloria a Dios sólo!

Todo por medio de María y San José

Roma, 16 de Abril de 1863

Revestida por el santo hábito religioso y por las insignias bendecidas por el Sumo Pontífice Pío IX en la audiencia particular el 15 de enero de 1863,

y autorizada verbalmente por Su Santidad a conservarlo y llevarlo como testimonio de mi consagración total a la Obra de la Adoración Reparadora perpetua,

he recibido con este hábito la preciosa bendición de mi Padre espiritual, que representa para mí a Dios mismo, el Revd. Padre Régis, procurador de los Trapenses en Roma:

He ido a la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo para renovar el voto positivo hecho a los pies del Santo Padre, el Papa, voto de abandono a la voluntad divina y de entrega absoluta a todas las obras de fe y de caridad que me sean posibles, bajo la obediencia de los obispos católicos, para la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Sr. M. J. de J. Le Dieu

De todo lo cual doy fe y firmo la presente en la Trapa de Mortagne

(Orne), 12 de Agosto de 1869.

Fr. Régis Ab. Proc. Gen. de la Trapa.

martes, 25 de enero de 2011

20.- El día más hermoso de su vida

Con aquella petición en la carpeta y con mucha esperanza en el corazón, después de algunos meses de espera, el 15 de enero de 1863 subía las escaleras del Vaticano. A este punto es importante ceder la pluma a la protagonista porque se trata del origen de su Congregación y es justo que ella misma cuente cómo fue su nacimiento. Por otra parte el acontecimiento de este día constituirá para ella la estrella polar de su borrascosa navegación.

“A las tres de la tarde subía los peldaños de la sala de espera y los guardias de turno me recogían el billete para la audiencia particular del Sumo Pontífice Pío IX.

Desde el día antes, perfectamente tranquila, no hacía más que repetir al Señor que quería obedecer incondicionalmente al veredicto que habría sido pronunciado sobre mi único deseo, veredicto que lo habría realizado o lo habría hecho desaparecer como un sueño: ¡y este sueño duraba más de treinta años! Ninguna prevención podía influenciar al juez supremo; nada había llegado a él sino un simple nombre, completamente desconocido y que nadie había recomendado. Yo iba a descubrir la voluntad del Maestro Jesús a los pies de su Vicario. Hay muchas cosas que no se pueden explicar; no intentaré hacerlo, pero referiré simplemente palabras y gestos grabados en mi memoria. No exagero nada: transcribo al pie de la letra las palabras que hemos intercambiado; repito todo lo que he dicho ante Dios y por Dios. No había preparado ninguna frase; mi confianza estaba puesta en el poderoso protector San José y, contra toda esperanza, esperaba que mi petición fuera aceptada.

Cuando se abrió el último portón todavía no había podido tener una visión del uso del ceremonial. Pero mi alma lo habría adivinado aunque no hubiera tenido ni la mínima idea. Cualquier corazón cristiano comprende que debe inclinarse ante el Sumo Pontífice. Yo habría hecho más de las tres genuflexiones obligatorias si hubiera tenido que dar algún paso más.

Pero había llegado a los pies del Santo Padre y me estaba inclinando un poco más para besárselos cuando él extendió su mano hacia mí, de tal modo que mis labios pudieron posarse por un instante sobre el anillo del pescador y esto fue para mí un signo claro de la benevolencia del Sumo Pontífice. Estaba muy emocionada, pero no turbada. Sin embargo, al principio, no pude decir más que estas palabras: ”¡Santísimo Padre. Santísimo Padre!”

–“Levántese, hija mía”, me dijo dándome una vez más a besar su mano.

–“¿Tiene usted esposo?”

–“No, santísimo Padre, Dios sólo”.

–“Bien, hija mía, feliz usted por haberlo elegido”.

–“No lo he elegido yo, santísimo Padre, sino que ha sido Él quien me ha llamado desde mi infancia”.

–“Bien, hija mía, séale fiel”.

–“Santísimo Padre, sólo la obediencia a su voz, y a la de los guías que Él me ha dado, me ha conducido hasta aquí”.

“Sí, santísimo Padre, –continué con mayor confianza–, si hubiera seguido mi razón, desde hace mucho tiempo, me hubiera refugiado en los Claustros del Carmelo; pero mi salud y mis deberes familiares no lo permitieron al principio; y cuando me quedé más libre, la dirección espiritual que Dios me ha dado, me ha impulsado a las obras de caridad en el mundo”.

–“Sí, sí, a las obras de caridad en el mundo –replicó vivamente Su Santidad–, a las obras de caridad”.

–“Santísimo Padre, usted tiene el derecho de ordenármelo, he venido a sus pies para obedecerlo como a Dios mismo”.

Entonces le di una idea general de mi vida y de mi abandono a la santa obediencia, y añadí:

“Santísimo Padre, yo puedo asegurar los medios para la Santa Misa, la bendición reparadora y fondos para las personas que se encarguen de la Obra, pero teniendo ya una edad avanzada y poca salud, siento la necesidad de retirarme para orar solamente”.

“No, hija mía, –me dijo con mayor energía–, a las obras de caridad en el mundo. Es necesario trabajar hasta el fin y probar nuestra fe con nuestra caridad”.

Entonces, cada vez más llena de fe, de abandono y de caridad, sintiendo que tenía que dejar aparte todo motivo personal y humano, ante la voluntad de Dios, respondí:

“Santísimo Padre, entre Dios y yo no hay nadie sino usted y usted es la vía segura. Si es necesario que renuncie al deseo de encerrarme en un claustro, usted concédame las gracias que me podrán fortificar y ayudar para salvar almas”. Y diciendo esto, le presenté mi súplica.

–“¿Sois muchas con esta idea? –me dijo–”.

“Santísimo Padre, todavía estoy sola en mi casa, no habiendo querido recibir a nadie antes de tener el Santísimo, base y vínculo de toda vida religiosa”.

Su Santidad dio de nuevo una ojeada a mi petición desde su sitio, luego se acercó a una ventana y la leyó por segunda vez con gran atención. Enseguida volvió a su escritorio, un mueble bastante alto sobre el que el Santo Padre estaba antes apoyado y escribía al final de mi petición, despacio y extensamente... Su sonrisa era tan benévola durante este acto que no pude pensar en un rechazo. Y me devolvió el folio sonriendo aún.

–“Santísimo Padre, –le dije–, veo que no me niega nada. Dígnese, pues, bendecir también estas insignias de mi entrega al buen Dios: el anillo que lleva mi lema, y la cruz preparada por mandato del Obispo. Le suplico enriquezca esta cruz con todas las gracias que usted concede a las de los Misioneros. Que ella pueda ayudar a todos los fieles, a todos los moribundos que yo pueda asistir en el futuro”.

Hice observar a Su Santidad las palabras grabadas en la cruz en agradecimiento a Nuestra Señora de la Salette por mi curación, y le dije que las reiteradas promesas del buen Cura de Ars me hacían esperar que la Obra, que Su Santidad bendecía en ese momento, se establecería también en la santa montaña. Le hablé del deseo que siempre había tenido, aunque me consideraba indigna, de consagrarme especialmente a las misiones extranjeras.

–“Siento verdaderamente en mi corazón –le dije– el valor, el abandono de S. Francisco Javier, y desearía como S. Ignacio renovar mis votos a sus pies, porque como él, también yo recibo del Sumo Pontífice mi misión. Me atrevo a suplicarle, santísimo Padre, que los reciba en nombre del buen Dios, en el sentido más amplio”. Entonces tras una señal que hizo con la mano, me arrodillé y los resumí en la misma fórmula de consagración de S. Ignacio que me vino a la mente: “Recibid, oh mi Dios, toda mi libertad, mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad, todo lo que tengo. Todo lo que poseo es don de vuestra liberalidad; os lo ofrezco sin reserva, os dejo el dominio; vuestro amor y vuestra gracia me enriquecen, no pido nada más”.

Ya que Su Santidad parecía escucharme con caridad y con complacencia, le pedí poder vestir el hábito religioso, preparado desde varios años como signo de mi consagración total a la Adoración Reparadora. El Santo Padre me lo concedió.

–“¡Santísimo Padre –dije finalmente llena de agradecimiento–, no creo tener nada más que pedirle!”

Su Santidad, sonriendo siempre como un buen padre, haciéndome una señal para retirarme, me dio su última bendición y a besar prolongadamente su mano. Yo la tomé entre las mías con una gran emoción y una dicha indecibles, y mis labios se posaron durante algunos segundos sobre el santo anillo y en la venerable mano del Pontífice.

Saliendo de allí me dirigí a la tumba de San Pedro, sobre la que deposité los muchos y preciosos favores concedidos para tantas almas.

Todavía sentía la necesidad de renovar mis votos y de encontrar ánimo para mi nueva tarea, santa y difícil para mi debilidad y tan contraria a mi deseo de obedecer antes que mandar. Sólo el buen Jesús puede guiarme y sostenerme. Su Sangre divina será ofrecida cada día y en perpetuo con mis pobres medios. Él sólo puede dar gloria a Dios.

Regresando de la audiencia, pegué el precioso pergamino sobre un papel y me dirigí a la Cancillería a ver a Mons. Defallous para rogarle que pusiera en este documento los sellos que probaran su autenticidad. “No tenemos este derecho –dijo, admirado por tales privilegios–, para esto son necesarios los sellos de Su Santidad mismo”. Y me indicó a Mons. Pacca, como el único que podía hacerlo. Volví al Vaticano: Mons. Pacca examinó durante largo tiempo el Rescripto y me lo restituyó sellado con el doble sigilo pontificio.

Mientras iba triunfante a ver y a dar gracias al buen padre Eliseo, al entrar en el Carmelo, encontré al padre Domingo, teólogo riguroso y ordinariamente poco cortés, se sorprendió, y me felicitó sinceramente y, emocionado, fue él mismo a buscar al Rvdo. padre General, llamándolo en voz alta, para que viniese a compartir la alegría del suceso. También el buen padre José, otro dignatario del Carmelo, me manifestó su sincera satisfacción y me dijo: “Quiero dar gracias a Dios, celebrando siete veces el Santo Sacrificio por esta Obra”. Y me regaló un rosario, diciéndome: “He aquí su primer rosario como Supe­riora General”.

El Vicario General de Coutances, que al principio me había recomendado oficiosamente, había escrito para que detuvieran todas mis gestiones. Mucha gente, sabiendo lo difícil que es iniciar y sobre todo llevar a cabo estos asuntos, se maravillaron y se alegraron. Volví a ver al cardenal Vicario y le dije: “Eminencia, sus oraciones han sido escuchadas”. Ante aquel acto del Pontífice él se levantó con estupor y respeto.

“¿Quién le ha dictado esta súplica? –preguntó–. Este Rescripto le concede todo cuanto es posible conceder a una mujer. Con él se aprueba un Instituto con Superiora General, con facultad reservada a los ordinarios, sin depender de otra congregación ya existente. No creo que haya muchas comunidades con tantos privilegios concedidos por el Sumo Pontífice y escritos por la mano de Pío IX. No creo que haya ningún obispo que rechace estos privilegios. No deje nunca –dijo– el Breve en ninguna Curia: es el tesoro de su Congregación”.

El cardenal Villecourt, como todas las personas citadas anteriormente, reconoció esta vía como providencial; luego, con una firmeza y una convicción cuyo recuerdo aún me conmueve, añadió: “Recuerde, querida hija, que si usted, si yo, o cualquier otra persona, llamada a trabajar en esta obra se considerara un miserable gusano de tierra, se verá anonadada. Dios sólo la quiere y puede hacerla realidad. El cardenal Barnabo tomó la obra bajo su protección. “Nosotros la favoreceremos en todo lugar” –me dijo Su Eminencia–, el cual, como un verdadero padre, tuvo la bondad de recibirme y de discernir las ideas que había tenido sobre esta obra. Me animó a iniciarla en Roma. Respondí: “aquí no tengo ningún medio, mientras en Francia ya tengo un pequeño santuario y algunas amigas que me esperan para trabajar conmigo”.

“Bien, dijo, conseguiremos del Santo Padre un edificio para esto”. El padre Villefort, después de haber leído el Breve del Santo Padre, me dijo: “Cuando Su Santidad habla, y especialmente cuando escribe, está muy inspirado. Esta aprobación es extraordinaria y es necesario comenzar el trabajo. Siembre este granito, que se transformará en un gran árbol, en la tierra preparada desde hace tiempo; más tarde usted trasplantará un ramito a Roma y quizá más lejos”.

Él no quería que la Obra se iniciase en Roma porque Italia estaba muy agitada por movimientos revolucionarios. Sin embargo, yo la habría comenzado, pero la malaria que me había atacado de nuevo me obligó a volver a Francia. Pero siento siempre vivo en mí el deseo de fundarla en Roma para depender directamente del Santo Padre.

También fui presentada al cardenal Clarelli, prefecto de la Congregación de los Clérigos y los Regulares. Me dijeron que el estudio de la situación, si bien muy temido, era indispensable para poner en regla todas las gestiones. Él estudió con seriedad aquel documento, quizá el único entre los que ordinariamente acostumbraba autentificar. Me lo devolvió diciendo: “Con este Rescripto, el Sumo Pontífice concede todos los favores pedidos. Las obispos son libres de acogerla en sus diócesis, pero no pueden impedirle que vaya a otro lugar. Su Santidad no fuerza su voluntad ni su juicio, pero ellos no tienen nada que decir sobre el Breve, no pueden modificar absolutamente vuestras Constituciones. ¡Es providencial! Hace dos años que Su Santidad no aprueba ninguna institución nueva y ahora remite la vuestra a la prudencia del ordinario, en cualquier lugar, siempre y con autorización. Si los obispos aceptan están dispensados de los trámites requeridos para obtener estos mismos privilegios. Adelante, pues, dijo Su Eminencia con mucha alegría, y nosotros, cuando llegue el momento, daremos nuestra aprobación”.

lunes, 24 de enero de 2011

19.- Roma la llama

En aquella época se había anunciado la canonización de los mártires japoneses y se estaban organizando peregrinaciones a Roma.

A Victorine se le despertó el deseo de visitar al Papa. El Vicario, que la estimaba mucho y además sentía algún remordimiento por no haberla contentado, le sugirió que pidiera directamente a Roma el permiso para tener el Santísimo en casa. La peregrina nos cuenta:

“Valiéndome de gente que conocía al embajador francés en Roma, me decidí a hacer este viaje que, a causa de una fuerte prueba, tuve que hacer sola pero con mucha alegría, esperanza y abandono. Hubiera sido muy feliz de poderme arrojar como S. Ignacio a los pies del S. Padre, renovar mis votos en sus manos y recibir de Él mi misión”.

A finales de mayo se fue a Roma. Para obtener la aprobación de su proyecto, ella tenía dos caminos: el ordinario o el extraordinario. El ordinario consistía en presentar a la Congregación competente la petición con el visto bueno del Obispo; pero este camino fue rechazado de entrada porque Victorine sólo poseía recomendaciones, que no tenían nada que ver con el documento episcopal que se requería de las congregaciones romanas. Quedaba el camino extraordinario: pedir directamente al Papa la aprobación de la obra. Esta hipótesis contrariaba a Victorine, la cual era alérgica por naturaleza a las recomendaciones que consideraba como una pantalla interpuesta entre la libertad humana y la voluntad divina. El Carmelita, padre Eliseo, la animó en este sentido: “Hay que ver si la idea viene de Dios; si viene de Dios, Él se la inspirará al Santo Padre, sin que nadie le influya para bien o para mal”.

Después de varias peripecias, Victorine envió la petición que, firmada por un sacerdote francés, pasó a la mesa de Mons. Pacca.

El cardenal Villecourt, para apoyar la petición, le escribió una recomendación, pero le rogó que la usará sólo en caso de extrema necesidad. La nota decía graciosamente así: “La pía suplicante merece, bajo todos los aspectos, que su petición sea escuchada”.

Victorine, después de haber rezado mucho, escribió esta petición:

Beatísimo Padre, dedicada completamente a la Adoración Repara­dora, a la que he consagrado la casa y una renta perpetua para mantenerla como mejor se pueda, la señorita Le Dieu de la Ruaudière de la diócesis de Coutances y Avranches, humildemente postrada a los pies de Su Santidad, osa pedir el Smo. Sacramento para el oratorio de su casa, la facultad de celebrar el Santo Sacrificio todos los días del año con la bendición de la Píxide y la indulgencia plenaria cotidiana para vivos y difuntos. Desea poder instituir la misma Obra con los mismos privilegios y donde sea posible para la mayor gloria de Dios, la conversión de los pecadores y la liberación de las almas del Purgatorio, y suplica a Su Santidad que, no obstante haya alguna dificultad, la presente sea por usted aprobada y válida en perpetuo.

Roma, 26 de Noviembre del año de gracia 1862.

domingo, 23 de enero de 2011

18.- Sola solita a los pies del buen Jesús

Pasando por París se encontró con S. Julián Eymard.

Estas dos almas, abrasadas de amor eucarístico tanto una como otra, no podían no entenderse.

Jesús es Víctima y Sacerdote. San Paulino de Nola decía: “Víctima de su sacerdocio y sacerdocio de su Víctima”. Estas dos almas eucarísticas eran a la vez también ellas víctimas y sacerdotes; pero mientras en S. Julián primaba el carisma del sacerdote, en Victorine se acentuaba claramente el de víctima. Cuando su lenguaje no era común, sin duda resultaba complementario. La simple presencia de una, era muy elocuente para la otra alma eucarística. Sea como fuere, el santo formuló su pensamiento también en términos de lenguaje común: “Hija mía -dijo– usted está preparada espiritualmente para comenzar esta santa obra. Pida a su Obispo únicamente el Smo. Sacramento para su oratorio y luego sola solita, a los pies del buen Jesús, déjelo actuar. Él llamará a quien tenga que unirse a usted. No es usted quien tiene que recoger todos los materiales para esta obra: dé solamente lo que tenga sin reserva. Aunque se quede sola para dar gracias, habrá hecho lo que tenía que hacer, quizá Dios no cumpla su obra hasta después de su muerte”. La respuesta de S. Julián Eymard parece más iluminadora que la del Cura de Ars. Estaríamos tentados de afirmar que también en la santidad se necesita un poquito de suerte. San Julián no había dado en el clavo: para realizar la obra de la Adoración Reparadora, como primera condición se requería el permiso del Obispo para tener el Santísimo. Él había sido muy explícito: “Pida al Obispo el Santísimo para su oratorio”. Victorine, sin poner impedimentos, se presentó ante el Obispo, que desgraciadamente había sufrido una parálisis. Él se limitó a bendecir y a confiar esto a su Consejo. En aquella época era muy difícil obtener el permiso para tener el Santísimo en un oratorio privado.

Los párrocos vieron con simpatía la obra de la Adoración Reparadora y apoyaron con entusiasmo la petición. Pero la barca fue empujada hacia atrás en alta mar justo cuando creía tocar la orilla. Los responsables, más o menos, razonaron así: El Obispo está a punto de morir y no sabemos si la obra que estamos estudiando será del agrado de su sucesor, el cual podría pensar que, durante la enfermedad de su predecesor, nosotros hemos abusado de nuestro poder.

El segundo Vicario General le sugirió que estableciera la obra en las Carmelitas de Avranches, como una rama de su Instituto, pero la Congregación, aún sin rechazar la idea, propuso a Victorine que por el momento comenzara la experiencia en su oratorio.

sábado, 22 de enero de 2011

17.- En la montaña de la Salette, peregrina hacia la luz

El 11 de junio de 1860 llegó la hora fatal: la muerte del padre. Después de una larga y penosa enfermedad, el anciano patriarca, a la edad de ochenta años, con la bendición del Obispo, acompañado por los amigos, confortado por la familia, pasó de la Iglesia que cree a la Iglesia que ve. Él había servido y amado al Señor con todas sus fuerzas en la escuela de la hija que se había convertido en madre espiritual. En los amigos dejó un recuerdo imborrable, en Victorine una fuerte esperanza.

El padre, que adora en el cielo, ahora está más cerca de la hija, que repara en la tierra. Esto no quita que, abriendo nuevamente la tumba, se abrieran de nuevo los problemas; de hecho tres meses después de la muerte del padre, Victorine escribe una poesía con título moderno “angustia”. Siente una gran tristeza por encontrarse todavía en el mundo y es asaltada por un deseo ardiente de entrar en algún convento de clausura. Tenía que reemprender el camino, pero ¿en qué dirección? Los superiores de Santa Clotilde la hubieran acogido con los brazos abiertos, pero ella tenía la obligación de cuidar a dos huérfanas que habían estado al servicio de la familia.

Una vez más subió al monte de la Salette, peregrina hacia la luz.

El Superior, que la conocía desde hacía mucho tiempo, le había dicho: “No dude, usted encontrará en la Salette un camino seguro porque Dios, que, en su bondad, a menudo se manifiesta claramente también a los que huyen, no puede negarle esta gracia a usted, que lo busca con tanto ardor y resignación”.

Allá arriba, un joven sacerdote, al que todos veneraban y que también había sido curado por la Virgen, la acogió con estas palabras: “La esperaba; desde hace muchos días el buen Dios me pide una cosa por lo que he pensado enseguida en usted y he deseado verla. Por eso, creo que la ha conducido hasta aquí. ¿Es libre y está dispuesta a abrazar la cruz y la locura de la cruz?”

Victorine describe así la reacción que le produjo la llamada a subir al Calvario: “Mi corazón y mi alma exultaron de alegría por esta invitación inesperada. Pareció que el velo estuviera finalmente por rasgarse; que tendría que seguir a un nuevo apóstol. Con alegría y prontitud respondí con mi estribillo: que era la esclava del Señor y que se cumpliera en mí su Palabra”.

El santo sacerdote, de acuerdo con el Superior, le aconsejó un “retiro de amor y abandono”.

Victorine, con la máxima generosidad, aceptó la prueba, que recuerda en su autobiografía: “De nuevo me sometí al retiro más riguroso posible; también tuve el permiso de comer yo sola. En completo silencio hice la oferta absoluta y resignada de todo mi ser, como si no hubiera tenido ni pasado ni futuro, como si hubiera tenido que morir aquellos días. Terminado el retiro, la palabra del ministro de Dios fue ésta: “Mi primer pensamiento, querida hija, ha sido el de haceros quedar aquí, donde podría poner en práctica la Adoración Reparadora. Pero creo que estoy plenamente convencido que Dios quiere que usted tome el camino donde lo ha dejado hace diez años, es decir, ver si es posible establecer esta obra en vuestro pueblo, porque allí se difundirá la gloria de Dios.

No le mando que lo logre, sino que lo intente con su entrega generosa y con su obediencia a la autoridad eclesiástica, cuya aprobación o rechazo serán para usted una señal clara de la voluntad divina”.

Creí que era mi deber recordarle las objeciones, en apariencia muy razonables para esta obra y ante todo la debilidad física que a menudo traicionaba mi alma. “Esto no la incumbe, prosiguió, Dios romperá el instrumento cuando no quiera servirse de él. Poco importa cuándo, poco importa dónde: ¡si los santos se hubieran quedado en consideraciones humanas no hbrían hecho nada! Nadie mejor que usted es libre de consagrarse a Dios. Él la llama: camine valientemente en paz, en su voluntad”.

Bajó de la montaña con mucha luz en el corazón porque allí había recibido un mandato claro y preciso.

viernes, 21 de enero de 2011

16.- El verde eterno cubre el campo del Señor

Se quedó a vivir en Fréjus con su padre donde surgió una profunda amistad con dos familias: la de la señora Lagostena y la del Vicario general Barnieu. Estas amistades fueron de gran consuelo para el anciano padre. En el jardín de su casa prepararon un oratorio, donde los dos, padre e hija, pasaban largas horas en oración y contemplación. En este período de tiempo se enfermó la chica que tenían con ellos, Josephine James y Victorine fue hermana y madre para ella.

No le resultó muy difícil presentarse al Vicario General e incluso al Obispo que se entusiasmó de la obra y exhortó a Victorine a comenzar enseguida. Pero Victorine quiere caminar siempre con pies de plomo.

En 1856 se distinguen dos períodos: uno de desánimo y otro de entusiasmo. El primero lo describe así: “He tenido que resignarme a la vegetación triste de una planta en suelo extranjero, al cautiverio de un pájaro nacido libre al que encierran en una jaula estrecha. Me ha costado mucho, pero me he sometido. Mi corazón se ha encogido y la lucha me ha vuelto el ánimo débil y desconfiado; pero la gracia divina me ha dado una gran luz y me ha hecho comprender mi nulidad y la de las criaturas. El amor de Dios puede renovar la tierra”.

El período de entusiasmo fue animado por la carta apostólica, que Pío IX había enviado a todos los Obispos del mundo. Las expresiones que más gustaban a Victorine eran las siguientes: “El Señor cumple un designio lleno de sabiduría y la caridad cristiana se derrama siempre más abundantemente; se manifiesta con esplendores siempre más fuertes, por medio de otras obras que crea; piedras preciosas que cubren el campo del Señor como un verde eterno. Pero sólo crecerán, se de­sarrollarán y producirán sus frutos si se nutren y fortifican en el espíritu de unidad, que es propio de la religión católica.

Para conservar esta unidad es necesario que dependan del Romano Pontífice, el cual desde su cátedra suprema, regula y dirige las diferentes obras, de modo que, quedando cada una libre de gobernar y administrar los propios asuntos, aprenda del Padre común lo que debe ser una ventaja para la Iglesia universal, de la que Dios mismo le ha confiado el cuidado”. “Estos santos y nobles pensamientos han orientado constantemente todas mis acciones, antes y después de aquel tiempo”.

Esta exhortación pontificia multiplicó en el corazón de Victorine la pasión de la catolicidad que se irradia de la cátedra del Vicario de Cristo. Su lema de alma reparadora será: nada sin el Papa. Sí, su existencia ve desarrolladas en su integridad las tres dimensiones que la caracterizan: Adoración Reparadora a Jesús Sacramentado; devoción filial a la Virgen Reconciliadora; obediencia incondicional al Vicario de Jesucristo.

jueves, 20 de enero de 2011

15.- El amor de Dios puede renovar la tierra

La dialéctica teológica, que funcionaba muy bien en el cerebro volcánico de nuestra apóstol, cumplió este proceso lógico. La Virgen nos exhorta a la reparación, pero sólo Jesús es el verdadero Reparador; por eso noso­tros sólo podemos ser reparadores si nos unimos a Él. Él ha reparado la humanidad pecadora mediante el misterio pascual que se representa y se ritualiza únicamente en el Sacrificio Eucarístico. Por tanto sólo participando de forma consciente y activa en el misterio eucarístico, podemos convertirnos en perfectos reparadores. La reparación reclama el sacrificio y éste alcanza valor redentor sólo si se une al sacrificio de Jesús. Nosotros participamos en el sacrificio de Jesús con la Santa Misa, que así viene a ser el centro del que se irradia toda reparación y en el que convergen todos nuestros sacrificios cotidianos.

Victorine descubre, adora y vive el enlace vital que media entre la reparación y la Eucaristía, hasta el punto de instituir la Misa Reparadora. En realidad, toda Misa es reparadora, pero Victorine, en el Sacrificio Eucarístico, quiere poner en evidencia el papel que cada fiel desea asumir, participando activamente de la pasión de Jesús. Este movimiento de caridad reparadora, que en la esperanza de Victorine está destinado a extenderse en la Iglesia entera, debe tener como centro la Misa Repa­radora cotidiana y ésta, a su vez, debe tener un santuario o al menos una capilla.

El alma eucarística se da cuenta de que la Eucaristía no se confía a cualquiera, por eso comprende que, junto al oratorio, es necesaria también la comunidad que lo cuide.

En otras palabras, la reparación exige la Misa, la Misa supone el oratorio y el oratorio requiere la comunidad religiosa. En este orden de ideas, Victorine está dispuesta a establecer el centro del Movimiento de Reparación Eucarística en la comunidad de las religiosas ya existente.

Todas pueden participar en el movimiento, con tal que sepan adorar la Eucaristía y tengan un corazón para amar y voz para implorar piedad. Sin distinción de sexo, edad, clase social o profesión, todos pueden formar parte del movimiento eucarístico. La sirvienta puede arrodillarse al lado del ministro, la virgen puede unirse a la madre, el sacerdote al peón, el religioso al banquero, el viejo al joven, el abuelo a los nietos. Uno sólo es el denominador común: fervor que estimula a la adoración de Jesús Eucarístico para reparar con Él, por Él y en Él. Para los que quieren unirse a la cruzada eucarística, Victorine encuentra el nombre de: Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora. Con este proyecto del Movimiento Eucarístico en el corazón, Victorine visitó al Cura de Ars, al que se acercaba mucha gente atraída por lo sobrenatural.

El sacerdote no tardó en percibir en aquella criatura un alma predestinada, lo escuchó con mucha atención y se recogió más de lo habitual, levantó los ojos al cielo, llenos de inocencia, y profetizó: “La obra, hija mía, será bendecida más de lo que uno puede pensar”.

Por consiguiente, la realidad ¿hubiera superado la esperanza que en su alma era ilimitada? ¡El santo con más renombre de la época, con la fuerza de la profecía, había reconocido su carisma! Victorine irá todavía dos veces más a ver al santo para buscar seguridad, y conseguirá del Vicario Toccanier este certificado: “Misioneros de Ars por Trévoux (Ain). El que subscribe declara haber procurado una audiencia a la señorita Le Dieu con el santo Cura, que benignamente ha bendecido el proyecto de la Obra aprobada seis años después por el Sumo Pontífice Pío IX”.

Ars, 13 de Agosto de 1871

Ab. Toccanier mis.párr.

En diciembre de 1856 el Vicario del Cura de Ars le confirmará una vez más: “El santo Cura pide por usted y por sus obras. Su corazón, tan inflamado de amor a Dios y al prójimo, goza con el pensamiento del bien que son llamadas a hacer para mayor gloria de Dios y la edificación del prójimo”.

Victorine comenta: “¿Cuándo? ¿cómo? ¿con quién? No me hago ninguna pregunta. No busco nada extraordinario ni siquiera el bien”. Pero cuando su obra corría peligro de muerte y el desánimo llamaba a la puerta, la señorita Le Dieu sacaba fuerza del documento, afirmando con vehemencia: “Los amigos de Dios no se confunden”. Durante la estancia en el sur el fervor eucarístico relumbraba siempre más y Victorine consideraba la Obra Reparadora como el único fin de su existencia.

miércoles, 19 de enero de 2011

14.- El milagro firma el mensaje

El clima mediterráneo de aquella ciudad resultó muy beneficioso para el padre pero inclemente para la hija, que muy pronto estuvo a punto de perder la vida. Desde el lecho, que creía de muerte, escribió al Obispo para encomendarle su proyecto de la Adoración Reparadora perpetua y le suplicó que confiara esta tarea a las religiosas de la Esperanza.

Después de casi cuatro meses de tratamiento los médicos le aconsejaron el aire de montaña. ¿Qué mejor ocasión para visitar la Salette que, a pesar de las luchas y contradicciones, atraía cada vez a más gente??

El 19 de septiembre de 1846 la Virgen se había aparecido en el monte de la Salette a dos pastorcillos. Los dos niños, al describir a la Virgen, se expresaban así: “Parece una madre derrotada por sus hijos y huida al monte”. Sería difícil expresar mejor la angustia que la Virgen siente ante el aumento del mal moral en el mundo.

Por eso la Virgen, entre lágrimas, exhortaba a la conversión y a la penitencia. La autoridad eclesiástica diocesana reconoció el carácter sobrenatural de la aparición, edificó en el monte un santuario, y para su servicio, fundó la Congregación de los Misioneros de la Salette.

El 20 de junio de 1854 Victorine, desahuciada por los médicos, emprende la peregrinación a la Santa Montaña. Ella misma nos lo describe en su pequeña autobiografía:

“El 20 de junio de 1854 me vistieron, me pusieron en una carroza, junto con mesas, colchones y almohadas. Mi padre subió con la religiosa que me asistía desde el comienzo de mi enfermedad y con otra persona muy querida. En la primera parada de Toulón a Marsella me levanté y me sentí curada.

Soporté el viaje, que duró dos días y una noche, y, llegada a la santa Montaña me encontraba tan bien que ya no necesitaba de los cuidados de quienes me asistían, y así pude volver a casa sola.

En el otoño siguiente tuvimos que volver al sur. Estando mi padre en peores condiciones, mi trabajo se duplicó y enfermé de nuevo.

Durante los cinco meses que estuve enferma recibí varias veces la santa comunión por viático.

Los médicos probaron varios tratamientos y se vieron obligados a suspenderlos, ante mi extrema debilidad. Desde hacía más de dos años tenía dañado el pulmón derecho y expectoraciones de sangre, que me producían a menudo una fuerte anemia. Mis piernas, cubiertas de sudor, estaban frías y como paralizadas. Mi voz, apagada casi totalmente y, a pesar del régimen alimenticio tónico y reconstituyente observado día y noche, el pulso era muy débil.

Decidimos un segundo viaje a la Salette y partimos hacía la mitad de julio de 1855. A duras penas pude dar algunos pasos hasta el coche. Era por la tarde y temía una noche de fatiga, pero la buena Madre no me hizo esperar su ayuda: desde el primer momento del viaje desaparecieron la debilidad, los dolores y la expectoración de sangre de tal manera que al día siguiente, al llegar a San Maximino, pude hacer la peregrinación a la gruta de Santa María Magdalena. Desde las tres de la mañana hasta las diez de la noche he podido caminar, hablar y hasta cantar sin sentir ningún malestar ni en el corazón ni en los pulmones y desde entonces ninguno de estos síntomas han vuelto a aparecer. Y como prometí en ese momento, volví nueve veces a la Salette en acción de gracias. Transcurridos dos meses de estancia en ese santo lugar regresamos al sur”.

Victorine, que había heredado de su madre la devoción a la Virgen, en el mensaje de la Salette vio aprobada y confirmada su intuición fundamental: con Jesús Reparador reparamos los pecados de los hombres. Y la Virgen, que ella sentía siempre cerca como Madre amantísima, se le muestra como Reconciliadora.

Con los pulmones nuevos respiraba el aire místico que emanaba de la Salette, cuando el mundo católico fue inundado de un gran fervor mariano: Pío IX, el 8 de diciembre de 1854 había proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Victorine, que se encontraba en Hyères, no fue ajena a este gran fervor. Narramos el fragmento de sus memorias en el que nos recuerda aquel acontecimiento, porque esto nos muestra la dialéctica dogmática de la que Victorine estaba dotada.

“Grandes fueron las fiestas y la alegría de aquel día cuando espontáneamente se iluminaron todas las ventanas de las casas. Incluso algunos protestantes participaron en esta demostración para honrar a la Madre de Dios.

El mensaje de la Salette, aureolado por el entusiasmo místico de la proclamación del dogma, se convirtió en el alma de su alma. De ahora en adelante la vida de Victorine será la encarnación de este ideal: Reparación. “Sentí la necesidad de una inmensa reparación”.

martes, 18 de enero de 2011

13.- La concha y la perla

La muerte de Augusto deja como única heredera del patrimonio a Victorine. Ella, que se ha consagrado al Señor, desea ardientemente entregarle también sus bie­nes. Compra una bonita casa, que debe ser como la concha que protege la perla, y la perla es para ella la capilla que será destinada a la Adoración Eucarística. La casa está en función de la capilla y ésta, a su vez, en función de la Adoración Reparadora.

Los familiares no le ahorran críticas y burlas, y diversas personas de negocios, con los que tuvo contacto por sus adquisiciones, hicieron grandes especulaciones comprendiendo que la señorita cedía evangélicamente el vestido a quien le pedía el manto.

La enfermedad del padre y las obras de caridad, que aumentaban de día en día, la obligaron a renunciar a la Tercera Orden Carmelita, en la que había hecho la profesión.

Acogió en casa a un tío enfermo. Era un buen hombre, pero se había formado una filosofía y una religión a su uso y consumo.

Los cuidados cariñosos y la piedad radiante de la sobrina trajeron luz y pusieron orden en el caos mental por el que atravesaba aquel pobre hombre que reconoció sus errores y recibió la comunión. Pocos días después, guiado por la oración de su sobrina, se presentaba sereno en la casa del Padre.

En este período de tiempo entró en la casa Le Dieu como sirvienta una joven y fue para ella como la hermana menor. Su nombre, que no debemos olvidar, es Josephine James. Ahora el único fin y la única ocupación existencial de la vida de Victorine era la Adoración Reparadora, pero también trabajaba mucho en las obras de apostolado, colaborando de lleno con su prima Águeda, con quien congeniaba muy bien.

Victorine, habiendo perdido ya toda esperanza de entrar en una congregación religiosa, aspiraba sólo a tener el Santísimo Sacramento en su oratorio y, en todo caso, vestir un hábito discreto y de corte religioso.

Animada por el Obispo y los párrocos se dedicó en cuerpo y alma a organizar en la diócesis un gran movimiento de Adoración Eucarística. Su oratorio debería ser el núcleo central, mejor dicho, el corazón del fervor eucarístico a escala diocesana.

Pero la salud del padre hizo que no pudiera realizar este proyecto. El Señor Félix necesitaba aire cálido y por eso Victorine lo acompañó a Hyères en el sur de Francia a finales de 1853.