sábado, 22 de enero de 2011

17.- En la montaña de la Salette, peregrina hacia la luz

El 11 de junio de 1860 llegó la hora fatal: la muerte del padre. Después de una larga y penosa enfermedad, el anciano patriarca, a la edad de ochenta años, con la bendición del Obispo, acompañado por los amigos, confortado por la familia, pasó de la Iglesia que cree a la Iglesia que ve. Él había servido y amado al Señor con todas sus fuerzas en la escuela de la hija que se había convertido en madre espiritual. En los amigos dejó un recuerdo imborrable, en Victorine una fuerte esperanza.

El padre, que adora en el cielo, ahora está más cerca de la hija, que repara en la tierra. Esto no quita que, abriendo nuevamente la tumba, se abrieran de nuevo los problemas; de hecho tres meses después de la muerte del padre, Victorine escribe una poesía con título moderno “angustia”. Siente una gran tristeza por encontrarse todavía en el mundo y es asaltada por un deseo ardiente de entrar en algún convento de clausura. Tenía que reemprender el camino, pero ¿en qué dirección? Los superiores de Santa Clotilde la hubieran acogido con los brazos abiertos, pero ella tenía la obligación de cuidar a dos huérfanas que habían estado al servicio de la familia.

Una vez más subió al monte de la Salette, peregrina hacia la luz.

El Superior, que la conocía desde hacía mucho tiempo, le había dicho: “No dude, usted encontrará en la Salette un camino seguro porque Dios, que, en su bondad, a menudo se manifiesta claramente también a los que huyen, no puede negarle esta gracia a usted, que lo busca con tanto ardor y resignación”.

Allá arriba, un joven sacerdote, al que todos veneraban y que también había sido curado por la Virgen, la acogió con estas palabras: “La esperaba; desde hace muchos días el buen Dios me pide una cosa por lo que he pensado enseguida en usted y he deseado verla. Por eso, creo que la ha conducido hasta aquí. ¿Es libre y está dispuesta a abrazar la cruz y la locura de la cruz?”

Victorine describe así la reacción que le produjo la llamada a subir al Calvario: “Mi corazón y mi alma exultaron de alegría por esta invitación inesperada. Pareció que el velo estuviera finalmente por rasgarse; que tendría que seguir a un nuevo apóstol. Con alegría y prontitud respondí con mi estribillo: que era la esclava del Señor y que se cumpliera en mí su Palabra”.

El santo sacerdote, de acuerdo con el Superior, le aconsejó un “retiro de amor y abandono”.

Victorine, con la máxima generosidad, aceptó la prueba, que recuerda en su autobiografía: “De nuevo me sometí al retiro más riguroso posible; también tuve el permiso de comer yo sola. En completo silencio hice la oferta absoluta y resignada de todo mi ser, como si no hubiera tenido ni pasado ni futuro, como si hubiera tenido que morir aquellos días. Terminado el retiro, la palabra del ministro de Dios fue ésta: “Mi primer pensamiento, querida hija, ha sido el de haceros quedar aquí, donde podría poner en práctica la Adoración Reparadora. Pero creo que estoy plenamente convencido que Dios quiere que usted tome el camino donde lo ha dejado hace diez años, es decir, ver si es posible establecer esta obra en vuestro pueblo, porque allí se difundirá la gloria de Dios.

No le mando que lo logre, sino que lo intente con su entrega generosa y con su obediencia a la autoridad eclesiástica, cuya aprobación o rechazo serán para usted una señal clara de la voluntad divina”.

Creí que era mi deber recordarle las objeciones, en apariencia muy razonables para esta obra y ante todo la debilidad física que a menudo traicionaba mi alma. “Esto no la incumbe, prosiguió, Dios romperá el instrumento cuando no quiera servirse de él. Poco importa cuándo, poco importa dónde: ¡si los santos se hubieran quedado en consideraciones humanas no hbrían hecho nada! Nadie mejor que usted es libre de consagrarse a Dios. Él la llama: camine valientemente en paz, en su voluntad”.

Bajó de la montaña con mucha luz en el corazón porque allí había recibido un mandato claro y preciso.

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