martes, 11 de enero de 2011

08.- ¿No tenía Corazón?

El Padre Mesnildot, haciendo uso de sus dotes de persuasión y de la autoridad espiritual de que gozaba, les escribió una carta de súplica, pero los padres de Victorine fueron inamovibles; sintieron alargarse un poco más la herida en su corazón. Victorine, aprovechando un viaje de su madre, afrontó a su padre, que sin el apoyo de la mujer le parecía más débil. Sin embargo él se revistió de autoridad para resistir mejor el ataque, y recurriendo al código civil, en el que se sentía competente, respondió en términos fríos: ”La ley ya no me da ningún derecho sobre ti. Puedes irte de casa, pero debes saber que actúas contra la voluntad de tu padre”.

La pobre Victorine se sirvió de dos amigas de su madre, pero ésta, por carta rogó a su hija que esperara al menos hasta su vuelta para no dejar solo a su padre. Cuando la madre volvió, ella estaba preparada para marcharse.

Dios atrae con fuerza irresistible; después la gracia perfecciona, pero no debilita absolutamente el vigor de la naturaleza, por eso el alma de Victorine estaba rota por dos fuerzas que en aquel momento actuaban en sentido contrario.

La madre abraza a su hija y con lágrimas y gemidos capaces de conmover los corazones más duros, suplica a Victorine que no la abandone. De sus labios temblorosos emanan las invocaciones más bellas, las mismas que usaba cuando de niña le sonreía en la cuna. La pobre joven, que siente las lágrimas de su madre en sus inflamadas mejillas, se deshace del abrazo para precipitarse por las escaleras, pero Augusto la frena. De hecho, su hermano con el vigor de sus 17 años la coge por el brazo, chillando, llorando, invocando piedad. La pobre Victorine, que siente en sus miembros un frío de muerte, retoma todas las fuerzas físicas y morales de las que dispone en aquel momento de angustia suprema, se deshace de su hermano y sale precipitada hacia la estación. ¿Y el padre? Se ha cerrado en su habitación y, en su dolor, rehusa ver a su hija y le lanza una sonora maldición en lugar de la bendición que la pobrecilla ha implorado con lágrimas. La hija, después de la muerte del padre, hace un comentario simpático recordando la escena. “Pobre papá, es la única maldición que pronunció en toda su vida, porque era un santo; me quería muchísimo”.

Después de una noche entera de viaje llegó a París. ¡Qué noche aquella! En la diligencia, que corría en la oscuridad, le venían a la mente imágenes cariñosas de sus seres queridos, escenas muy bellas de su infancia. Los gemidos y llantos continuaban lacerando su alma, el futuro perdía su encanto, la voz de Dios su vigor, y afloraba el remordimiento de haber sido cruelmente inhumana. ¿No tenía corazón? Se podría decir que éste se había quedado en Avranches. Bajó de la diligencia tambaleándose.

Era el atardecer del 22 de mayo de 1836.

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