martes, 25 de enero de 2011

20.- El día más hermoso de su vida

Con aquella petición en la carpeta y con mucha esperanza en el corazón, después de algunos meses de espera, el 15 de enero de 1863 subía las escaleras del Vaticano. A este punto es importante ceder la pluma a la protagonista porque se trata del origen de su Congregación y es justo que ella misma cuente cómo fue su nacimiento. Por otra parte el acontecimiento de este día constituirá para ella la estrella polar de su borrascosa navegación.

“A las tres de la tarde subía los peldaños de la sala de espera y los guardias de turno me recogían el billete para la audiencia particular del Sumo Pontífice Pío IX.

Desde el día antes, perfectamente tranquila, no hacía más que repetir al Señor que quería obedecer incondicionalmente al veredicto que habría sido pronunciado sobre mi único deseo, veredicto que lo habría realizado o lo habría hecho desaparecer como un sueño: ¡y este sueño duraba más de treinta años! Ninguna prevención podía influenciar al juez supremo; nada había llegado a él sino un simple nombre, completamente desconocido y que nadie había recomendado. Yo iba a descubrir la voluntad del Maestro Jesús a los pies de su Vicario. Hay muchas cosas que no se pueden explicar; no intentaré hacerlo, pero referiré simplemente palabras y gestos grabados en mi memoria. No exagero nada: transcribo al pie de la letra las palabras que hemos intercambiado; repito todo lo que he dicho ante Dios y por Dios. No había preparado ninguna frase; mi confianza estaba puesta en el poderoso protector San José y, contra toda esperanza, esperaba que mi petición fuera aceptada.

Cuando se abrió el último portón todavía no había podido tener una visión del uso del ceremonial. Pero mi alma lo habría adivinado aunque no hubiera tenido ni la mínima idea. Cualquier corazón cristiano comprende que debe inclinarse ante el Sumo Pontífice. Yo habría hecho más de las tres genuflexiones obligatorias si hubiera tenido que dar algún paso más.

Pero había llegado a los pies del Santo Padre y me estaba inclinando un poco más para besárselos cuando él extendió su mano hacia mí, de tal modo que mis labios pudieron posarse por un instante sobre el anillo del pescador y esto fue para mí un signo claro de la benevolencia del Sumo Pontífice. Estaba muy emocionada, pero no turbada. Sin embargo, al principio, no pude decir más que estas palabras: ”¡Santísimo Padre. Santísimo Padre!”

–“Levántese, hija mía”, me dijo dándome una vez más a besar su mano.

–“¿Tiene usted esposo?”

–“No, santísimo Padre, Dios sólo”.

–“Bien, hija mía, feliz usted por haberlo elegido”.

–“No lo he elegido yo, santísimo Padre, sino que ha sido Él quien me ha llamado desde mi infancia”.

–“Bien, hija mía, séale fiel”.

–“Santísimo Padre, sólo la obediencia a su voz, y a la de los guías que Él me ha dado, me ha conducido hasta aquí”.

“Sí, santísimo Padre, –continué con mayor confianza–, si hubiera seguido mi razón, desde hace mucho tiempo, me hubiera refugiado en los Claustros del Carmelo; pero mi salud y mis deberes familiares no lo permitieron al principio; y cuando me quedé más libre, la dirección espiritual que Dios me ha dado, me ha impulsado a las obras de caridad en el mundo”.

–“Sí, sí, a las obras de caridad en el mundo –replicó vivamente Su Santidad–, a las obras de caridad”.

–“Santísimo Padre, usted tiene el derecho de ordenármelo, he venido a sus pies para obedecerlo como a Dios mismo”.

Entonces le di una idea general de mi vida y de mi abandono a la santa obediencia, y añadí:

“Santísimo Padre, yo puedo asegurar los medios para la Santa Misa, la bendición reparadora y fondos para las personas que se encarguen de la Obra, pero teniendo ya una edad avanzada y poca salud, siento la necesidad de retirarme para orar solamente”.

“No, hija mía, –me dijo con mayor energía–, a las obras de caridad en el mundo. Es necesario trabajar hasta el fin y probar nuestra fe con nuestra caridad”.

Entonces, cada vez más llena de fe, de abandono y de caridad, sintiendo que tenía que dejar aparte todo motivo personal y humano, ante la voluntad de Dios, respondí:

“Santísimo Padre, entre Dios y yo no hay nadie sino usted y usted es la vía segura. Si es necesario que renuncie al deseo de encerrarme en un claustro, usted concédame las gracias que me podrán fortificar y ayudar para salvar almas”. Y diciendo esto, le presenté mi súplica.

–“¿Sois muchas con esta idea? –me dijo–”.

“Santísimo Padre, todavía estoy sola en mi casa, no habiendo querido recibir a nadie antes de tener el Santísimo, base y vínculo de toda vida religiosa”.

Su Santidad dio de nuevo una ojeada a mi petición desde su sitio, luego se acercó a una ventana y la leyó por segunda vez con gran atención. Enseguida volvió a su escritorio, un mueble bastante alto sobre el que el Santo Padre estaba antes apoyado y escribía al final de mi petición, despacio y extensamente... Su sonrisa era tan benévola durante este acto que no pude pensar en un rechazo. Y me devolvió el folio sonriendo aún.

–“Santísimo Padre, –le dije–, veo que no me niega nada. Dígnese, pues, bendecir también estas insignias de mi entrega al buen Dios: el anillo que lleva mi lema, y la cruz preparada por mandato del Obispo. Le suplico enriquezca esta cruz con todas las gracias que usted concede a las de los Misioneros. Que ella pueda ayudar a todos los fieles, a todos los moribundos que yo pueda asistir en el futuro”.

Hice observar a Su Santidad las palabras grabadas en la cruz en agradecimiento a Nuestra Señora de la Salette por mi curación, y le dije que las reiteradas promesas del buen Cura de Ars me hacían esperar que la Obra, que Su Santidad bendecía en ese momento, se establecería también en la santa montaña. Le hablé del deseo que siempre había tenido, aunque me consideraba indigna, de consagrarme especialmente a las misiones extranjeras.

–“Siento verdaderamente en mi corazón –le dije– el valor, el abandono de S. Francisco Javier, y desearía como S. Ignacio renovar mis votos a sus pies, porque como él, también yo recibo del Sumo Pontífice mi misión. Me atrevo a suplicarle, santísimo Padre, que los reciba en nombre del buen Dios, en el sentido más amplio”. Entonces tras una señal que hizo con la mano, me arrodillé y los resumí en la misma fórmula de consagración de S. Ignacio que me vino a la mente: “Recibid, oh mi Dios, toda mi libertad, mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad, todo lo que tengo. Todo lo que poseo es don de vuestra liberalidad; os lo ofrezco sin reserva, os dejo el dominio; vuestro amor y vuestra gracia me enriquecen, no pido nada más”.

Ya que Su Santidad parecía escucharme con caridad y con complacencia, le pedí poder vestir el hábito religioso, preparado desde varios años como signo de mi consagración total a la Adoración Reparadora. El Santo Padre me lo concedió.

–“¡Santísimo Padre –dije finalmente llena de agradecimiento–, no creo tener nada más que pedirle!”

Su Santidad, sonriendo siempre como un buen padre, haciéndome una señal para retirarme, me dio su última bendición y a besar prolongadamente su mano. Yo la tomé entre las mías con una gran emoción y una dicha indecibles, y mis labios se posaron durante algunos segundos sobre el santo anillo y en la venerable mano del Pontífice.

Saliendo de allí me dirigí a la tumba de San Pedro, sobre la que deposité los muchos y preciosos favores concedidos para tantas almas.

Todavía sentía la necesidad de renovar mis votos y de encontrar ánimo para mi nueva tarea, santa y difícil para mi debilidad y tan contraria a mi deseo de obedecer antes que mandar. Sólo el buen Jesús puede guiarme y sostenerme. Su Sangre divina será ofrecida cada día y en perpetuo con mis pobres medios. Él sólo puede dar gloria a Dios.

Regresando de la audiencia, pegué el precioso pergamino sobre un papel y me dirigí a la Cancillería a ver a Mons. Defallous para rogarle que pusiera en este documento los sellos que probaran su autenticidad. “No tenemos este derecho –dijo, admirado por tales privilegios–, para esto son necesarios los sellos de Su Santidad mismo”. Y me indicó a Mons. Pacca, como el único que podía hacerlo. Volví al Vaticano: Mons. Pacca examinó durante largo tiempo el Rescripto y me lo restituyó sellado con el doble sigilo pontificio.

Mientras iba triunfante a ver y a dar gracias al buen padre Eliseo, al entrar en el Carmelo, encontré al padre Domingo, teólogo riguroso y ordinariamente poco cortés, se sorprendió, y me felicitó sinceramente y, emocionado, fue él mismo a buscar al Rvdo. padre General, llamándolo en voz alta, para que viniese a compartir la alegría del suceso. También el buen padre José, otro dignatario del Carmelo, me manifestó su sincera satisfacción y me dijo: “Quiero dar gracias a Dios, celebrando siete veces el Santo Sacrificio por esta Obra”. Y me regaló un rosario, diciéndome: “He aquí su primer rosario como Supe­riora General”.

El Vicario General de Coutances, que al principio me había recomendado oficiosamente, había escrito para que detuvieran todas mis gestiones. Mucha gente, sabiendo lo difícil que es iniciar y sobre todo llevar a cabo estos asuntos, se maravillaron y se alegraron. Volví a ver al cardenal Vicario y le dije: “Eminencia, sus oraciones han sido escuchadas”. Ante aquel acto del Pontífice él se levantó con estupor y respeto.

“¿Quién le ha dictado esta súplica? –preguntó–. Este Rescripto le concede todo cuanto es posible conceder a una mujer. Con él se aprueba un Instituto con Superiora General, con facultad reservada a los ordinarios, sin depender de otra congregación ya existente. No creo que haya muchas comunidades con tantos privilegios concedidos por el Sumo Pontífice y escritos por la mano de Pío IX. No creo que haya ningún obispo que rechace estos privilegios. No deje nunca –dijo– el Breve en ninguna Curia: es el tesoro de su Congregación”.

El cardenal Villecourt, como todas las personas citadas anteriormente, reconoció esta vía como providencial; luego, con una firmeza y una convicción cuyo recuerdo aún me conmueve, añadió: “Recuerde, querida hija, que si usted, si yo, o cualquier otra persona, llamada a trabajar en esta obra se considerara un miserable gusano de tierra, se verá anonadada. Dios sólo la quiere y puede hacerla realidad. El cardenal Barnabo tomó la obra bajo su protección. “Nosotros la favoreceremos en todo lugar” –me dijo Su Eminencia–, el cual, como un verdadero padre, tuvo la bondad de recibirme y de discernir las ideas que había tenido sobre esta obra. Me animó a iniciarla en Roma. Respondí: “aquí no tengo ningún medio, mientras en Francia ya tengo un pequeño santuario y algunas amigas que me esperan para trabajar conmigo”.

“Bien, dijo, conseguiremos del Santo Padre un edificio para esto”. El padre Villefort, después de haber leído el Breve del Santo Padre, me dijo: “Cuando Su Santidad habla, y especialmente cuando escribe, está muy inspirado. Esta aprobación es extraordinaria y es necesario comenzar el trabajo. Siembre este granito, que se transformará en un gran árbol, en la tierra preparada desde hace tiempo; más tarde usted trasplantará un ramito a Roma y quizá más lejos”.

Él no quería que la Obra se iniciase en Roma porque Italia estaba muy agitada por movimientos revolucionarios. Sin embargo, yo la habría comenzado, pero la malaria que me había atacado de nuevo me obligó a volver a Francia. Pero siento siempre vivo en mí el deseo de fundarla en Roma para depender directamente del Santo Padre.

También fui presentada al cardenal Clarelli, prefecto de la Congregación de los Clérigos y los Regulares. Me dijeron que el estudio de la situación, si bien muy temido, era indispensable para poner en regla todas las gestiones. Él estudió con seriedad aquel documento, quizá el único entre los que ordinariamente acostumbraba autentificar. Me lo devolvió diciendo: “Con este Rescripto, el Sumo Pontífice concede todos los favores pedidos. Las obispos son libres de acogerla en sus diócesis, pero no pueden impedirle que vaya a otro lugar. Su Santidad no fuerza su voluntad ni su juicio, pero ellos no tienen nada que decir sobre el Breve, no pueden modificar absolutamente vuestras Constituciones. ¡Es providencial! Hace dos años que Su Santidad no aprueba ninguna institución nueva y ahora remite la vuestra a la prudencia del ordinario, en cualquier lugar, siempre y con autorización. Si los obispos aceptan están dispensados de los trámites requeridos para obtener estos mismos privilegios. Adelante, pues, dijo Su Eminencia con mucha alegría, y nosotros, cuando llegue el momento, daremos nuestra aprobación”.

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