lunes, 10 de enero de 2011

07.- Le dan con la puerta en las narices

La joven, después de siete meses de vida religiosa, volvió con la familia, pero también con la angustia en el corazón. La esperanza de que sus padres se rindieran de una vez a la voluntad de Dios la mantenía en pie. Pasados los seis meses atendiéndolos con mucho cariño, Victorine vuelve a la carga, y con gran consternación tuvo que leer una carta que le habían escrito las Agustinas. En ella, las religiosas afirmaban que Victorine no tenía vocación, ni para su Instituto religioso ni para ningún otro, “que si tuviera la ocasión buscara pronto un marido”. Esta última frase revelaba que quien escribía debía tener una buena dosis de aspereza. Proba­blemente este cambio de actitud de las religiosas fue debido al miedo. De hecho, un viento fuerte de tormenta se hacía sentir contra las congregaciones religiosas y el padre de Victorine, que por su posición social, tenía grandes amistades en muchos lugares, podía hacerles mucho daño.

Ciertamente el señor Félix había escrito y mandado escribir cartas amenazantes. Victorine quiere interesarse personalmente de la situación: afrontó un viaje clandestino, sufriendo los rigores del invierno y la tortura de las carrozas, y se presentó en la calle des Sèvres.

El encuentro, que debería haber sido una confrontación, ella lo describe así: “La Superiora General que yo conocía ya no estaba; la que la sustituía se estaba muriendo, la maestra de novicias que me había dirigido era superiora en una casa bastante lejos. Mandaron al recibidor a una consejera que me recibió con una frialdad increíble; le expresé mi sincera intención por la Congregación. “Si su director cree que usted está llamada a la vida religiosa que os lleve donde quiera, pero aquí no será admitida”, así respondió la religiosa y, dándome la espalda, se fue. Profundamente dolorida me arrodillé, pidiendo al buen Dios que me dijera Él mismo dónde tenía que ir. Entré en la capilla... encontré de nuevo una gran paz y tuve la inspiración de ir a las Carmelitas de la calle Vaugirard; pero, mientras iba caminando, pensé que sin una recomendación no me recibirían; entonces recurrí al misionero francés Mesnildot, quien habiendo vuelto a París vivía allí mismo y con el que mantenía una asidua correspondencia. Se sorprendió mucho de lo sucedido, pero comprendió que el Señor no me llamaba a aquella Congregación; me desaconsejó el Carmelo, pensando que mi familia se iba a oponer. “Dios la llama ciertamente, hija mía, me dijo; y es necesario que se entregue totalmente a Él sin tardar. Pero los tiempos que atravesamos exigen el consenso, al menos tácito de los padres. Conozco un santo lugar que no les asustará tanto como la Clausura del Carmelo y ellos podrán verla y usted, si es necesario, podrá salir. Yo les escribiré, torne a casa y prepárese para volver dentro de tres meses, porque yo tendré que ausentarme; a mi vuelta la presentaré yo mismo”.

Victorine comienza así el arte de saber esperar en oración, arte en el que será especialista de excepción.

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