lunes, 31 de enero de 2011

25.- Unir el oficio de Marta con el de María

Madre Le Dieu está convencida que el Monte San Miguel es el lugar más apto para su Instituto, pero el Pastor duda que aquel Instituto sea de verdad querido por Dios. Él necesita una comunidad religiosa en el interior del castillo para realizar diversas obras, pero Madre Le Dieu, ¿acaso no es una contemplativa que desea pasar su vida de rodillas ante el sagrario? Por eso le escribe más bien en términos desalentadores: “Si voy al Monte San Miguel, como es probable, necesitaré religiosas para la dirección: 1) de un albergue para mendigos; 2) de un orfanato para chicos; 3) de una casa de ejercicios para mujeres”.

Pero la Fundadora no es una mujer que pierde el ánimo; y así responde al Obispo: “Ya que nuestra Obra puede prestarse tanto a la reparación de las almas y de los cuerpos como a la reparación a Dios, nosotras estamos a su disposición, Excelencia, para las obras de caridad... Distribuyendo oportunamente al personal podemos asegurar el cuidado y la atención a los niños y ancianos”.

Y en otra carta escribe: “Estaré contenta de poder liberaros del gasto del personal y de ver a nuestra querida Congregación unir el oficio de Marta al de María, en lo que sea posible.

La santa mujer quiere dejar bien claro las condiciones económicas antes de aceptar, porque sabe que puede encontrarse sobre arenas movedizas, pero en el corazón tiene esta certeza: “El buen Dios quiere que sea aquí la sede más importante de la Adoración Reparadora en Francia, aquí deben nacer las dos bellas obras que faltan en la diócesis: los retiros particulares y el albergue para los pobres. Sin embargo, Dios conoce la hora y los medios”. Esta certeza le lleva a minimizar las dificultades: “Yo siempre pienso que el Monte sea la digna sede diocesana de la Adoración Reparadora; que sea la primera obra que se instituya y que no será obstáculo para ninguna otra. Es tan poco el espacio que ocuparemos en ese inmueble tan grande que pasaremos desapercibidas. Una habitación para la cocina, una para el refectorio y el trabajo, una para el dormitorio, un pequeño oratorio si no fuera posible ir a la Iglesia para el culto; esto es todo”.

El Obispo puede creer que Sor Le Dieu será capaz de unir el oficio de Marta y María, pero nunca llegará a comprender que la primera obra que quiere implantar en el Monte San Miguel sea la Adoración Reparadora. El proyecto del Obispo era bien diferente y la Fundadora, muy inteligente, lo comprendió demasiado bien, lo expresa con tono irónico: “Pensó fundar una congregación él mismo, hacer muchas especulaciones artísticas para restituir el lugar al primitivo esplendor”. Claro que el Monte podía ofrecer buenas entradas de dinero para las obras de caridad de la diócesis. Y de esto no se podía culpar al Obispo Mons. Bravard, que aceptó la colaboración de Madre Le Dieu sólo cuando no le quedó más remedio. Por otra parte hubiera sido deshonesto dejar fuera a quien antes había tenido la idea de rescatar a la fe al Monte San Miguel.

La Fundadora cuenta cómo fue la llegada a la nueva sede: ”El 15 de junio de 1865 dejamos Avranches; estaba contenta, no obstante los obstáculos que ya preveía, pero que intentaba manifestar lo menos posible a mis compañeras, las cuales, por su inexperiencia, hubieran podido turbarse sin poder impedirlo.

Ellas compensaban los defectos involuntarios con una voluntad verdaderamente dócil y con una entrega verdaderamente heroica.

Las dos primeras pueden ser definidas con estas palabras: un conjunto de sublime y de absurdo.

Sólo éramos cuatro, como había dicho el Obispo, pero la primera volvió a Avranches para terminar la mudanza, así que me quedé con las otras dos durante muchas y muchas noches; solas en aquel inmueble completamente aislado y sin puertas externas. Sólo Dios era nuestro guardián, y Él nos preservó de ser molestadas. Lo primero que hicimos fue preparar la capilla en el local más bonito. Con el mobiliario y los ornamentos del primer oratorio la preparamos tan bien que el Obispo, que vino unos días después, quedó maravillado, la bendijo, celebró la primera Misa y nos dejó el Santísimo. Para el servicio religioso fue encargado el antiguo capellán.

Con mucha fatiga se desalojó y se limpió el resto del penal. Los malos olores, de los que se habían impregnado las paredes y el suelo que, durante casi medio siglo, habían hospedado doscientos hombres dedicados al humo y al vino, hacían que la casa fuera casi inhabitable, por lo que se tuvo que echar cal y los locales tuvieron que estar abiertos hasta que fue posible, a pesar de los fuertes vientos que soplaban a menudo en este lugar, vientos que no llevan el nombre de Mistral, pero que no por eso son menos molestos. Había ambientes bien arreglados, pero de difícil acceso, especialmente durante la reparación de la Abadía, porque los obreros tenían que pasar por nuestro apartamento; sólo Dios sabe cuánto hemos tenido que sufrir y temer por esta dependencia”.

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