jueves, 20 de enero de 2011

15.- El amor de Dios puede renovar la tierra

La dialéctica teológica, que funcionaba muy bien en el cerebro volcánico de nuestra apóstol, cumplió este proceso lógico. La Virgen nos exhorta a la reparación, pero sólo Jesús es el verdadero Reparador; por eso noso­tros sólo podemos ser reparadores si nos unimos a Él. Él ha reparado la humanidad pecadora mediante el misterio pascual que se representa y se ritualiza únicamente en el Sacrificio Eucarístico. Por tanto sólo participando de forma consciente y activa en el misterio eucarístico, podemos convertirnos en perfectos reparadores. La reparación reclama el sacrificio y éste alcanza valor redentor sólo si se une al sacrificio de Jesús. Nosotros participamos en el sacrificio de Jesús con la Santa Misa, que así viene a ser el centro del que se irradia toda reparación y en el que convergen todos nuestros sacrificios cotidianos.

Victorine descubre, adora y vive el enlace vital que media entre la reparación y la Eucaristía, hasta el punto de instituir la Misa Reparadora. En realidad, toda Misa es reparadora, pero Victorine, en el Sacrificio Eucarístico, quiere poner en evidencia el papel que cada fiel desea asumir, participando activamente de la pasión de Jesús. Este movimiento de caridad reparadora, que en la esperanza de Victorine está destinado a extenderse en la Iglesia entera, debe tener como centro la Misa Repa­radora cotidiana y ésta, a su vez, debe tener un santuario o al menos una capilla.

El alma eucarística se da cuenta de que la Eucaristía no se confía a cualquiera, por eso comprende que, junto al oratorio, es necesaria también la comunidad que lo cuide.

En otras palabras, la reparación exige la Misa, la Misa supone el oratorio y el oratorio requiere la comunidad religiosa. En este orden de ideas, Victorine está dispuesta a establecer el centro del Movimiento de Reparación Eucarística en la comunidad de las religiosas ya existente.

Todas pueden participar en el movimiento, con tal que sepan adorar la Eucaristía y tengan un corazón para amar y voz para implorar piedad. Sin distinción de sexo, edad, clase social o profesión, todos pueden formar parte del movimiento eucarístico. La sirvienta puede arrodillarse al lado del ministro, la virgen puede unirse a la madre, el sacerdote al peón, el religioso al banquero, el viejo al joven, el abuelo a los nietos. Uno sólo es el denominador común: fervor que estimula a la adoración de Jesús Eucarístico para reparar con Él, por Él y en Él. Para los que quieren unirse a la cruzada eucarística, Victorine encuentra el nombre de: Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora. Con este proyecto del Movimiento Eucarístico en el corazón, Victorine visitó al Cura de Ars, al que se acercaba mucha gente atraída por lo sobrenatural.

El sacerdote no tardó en percibir en aquella criatura un alma predestinada, lo escuchó con mucha atención y se recogió más de lo habitual, levantó los ojos al cielo, llenos de inocencia, y profetizó: “La obra, hija mía, será bendecida más de lo que uno puede pensar”.

Por consiguiente, la realidad ¿hubiera superado la esperanza que en su alma era ilimitada? ¡El santo con más renombre de la época, con la fuerza de la profecía, había reconocido su carisma! Victorine irá todavía dos veces más a ver al santo para buscar seguridad, y conseguirá del Vicario Toccanier este certificado: “Misioneros de Ars por Trévoux (Ain). El que subscribe declara haber procurado una audiencia a la señorita Le Dieu con el santo Cura, que benignamente ha bendecido el proyecto de la Obra aprobada seis años después por el Sumo Pontífice Pío IX”.

Ars, 13 de Agosto de 1871

Ab. Toccanier mis.párr.

En diciembre de 1856 el Vicario del Cura de Ars le confirmará una vez más: “El santo Cura pide por usted y por sus obras. Su corazón, tan inflamado de amor a Dios y al prójimo, goza con el pensamiento del bien que son llamadas a hacer para mayor gloria de Dios y la edificación del prójimo”.

Victorine comenta: “¿Cuándo? ¿cómo? ¿con quién? No me hago ninguna pregunta. No busco nada extraordinario ni siquiera el bien”. Pero cuando su obra corría peligro de muerte y el desánimo llamaba a la puerta, la señorita Le Dieu sacaba fuerza del documento, afirmando con vehemencia: “Los amigos de Dios no se confunden”. Durante la estancia en el sur el fervor eucarístico relumbraba siempre más y Victorine consideraba la Obra Reparadora como el único fin de su existencia.

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