domingo, 16 de enero de 2011

12.- Ecce ancilla Domini

Victorine tenía que dirigir un Instituto de Enseñanza y Educación para las hijas del pueblo, Instituto que dependía contemporáneamente de las autoridades civiles y religiosas. La obra, por tanto, sufría conflictos de dos poderes y terminó por deshacerse. Durante este tiempo ella preparaba la vestición de tres aspirantes.

Como recuerdo de aquel intento le quedó el anillo bendecido por el Obispo, en el que había hecho grabar su lema: “¡Ecce ancilla Domini. Fiat!”.

Recordando este período, ella escribirá en su diario: “Continuos sacrificios, sacrificios bajo todas las formas y maneras”. Mientras tanto, pudo reunirse con su padre en Avranches donde su abuela materna, que esperaba en oración a la hermana muerte, necesitaba de muchos cuidados.

Victorine se transformó así en enfermera doméstica y tuvo para la anciana cuidados maternos. A diario las dos compar­tían sus dones.

La joven prodigaba cuidados y atenciones y la anciana los pagaba con oraciones, bendiciones y sabiduría.

Pasados algunos años de alegre y tierna confianza, la dulce abuela, rica en méritos y años, entregó el alma a Jesús. Victorine la llora y la añora. Decenas de años después, hablaba de ella en estos términos: ”Santa mujer, cuya virtud fuerte y pura ha sido y será siempre un ejemplo eficaz”. Muerta su abuela, se dedicó en cuerpo y alma a crear la obra de la adoración que le confió el Obispo de la diócesis, Mon. Robiou.

Mientras tanto las espinas crecían más que las rosas. La vida de su hermano Augusto se había reducido a una gran zarza llena de espinas. Éste, que había sido el ojo derecho de mamá y seguía siendo el de papá, se había dado a la buena vida, y este hecho resultaba demasiado amargo para los familiares. Dilapidaba el patrimonio entero, prometiendo un cambio que no llegaba nunca, cuando fue herido por una enfermedad violenta y larga.

Victorine, preocupada por la salud del cuerpo y del alma, fue a verle a Le Havre y estando permanentemente junto al enfermo hizo el papel de hermana y sustituyó a la madre, que ya había muerto: lo cuidó durante ocho semanas enteras sin descansar.

Dos meses de sacrificios, de ternura y oraciones llevaron de nuevo el sol a aquella conciencia caída en las tinieblas de muerte. A la santa enfermera doméstica, que tanto amaba a Augusto, le pareció haberlo regenerado. Y de hecho, lo había regenerado a la gracia. El 30 de diciembre de 1846 la muerte alcanzó a Augusto purificado ante Dios y pacificado con los hombres. La oveja negra, convertida en ángel blanco.

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