miércoles, 5 de enero de 2011

03.- Eterno idilio

El matrimonio entre Félix y María Teresa resultó un eterno idilio. Aquellas dos vidas, hechas realmente una para la otra, se unieron en el amor y en la fe para formar una familia cristiana donde se armonizaban la bondad, el trabajo y la paz.

El primer fruto de aquel amor fue Victorine que el día 22 de mayo de 1809 se encontró por primera vez en el regazo de su madre en medio de la alegría de los familiares. Al día siguiente fue bautizada.

Esta santa mujer ha escrito un diario de casi seis mil páginas, lleno de fechas y de nombres. Pues bien, entre las fechas, se distingue por su precisión y constancia la del matrimonio de sus padres.

La criatura se dio cuenta muy pronto que su felicidad nacía de aquella fuente. El Papa Juan XXIII, que también festejaba con veneración el aniversario del matrimonio de sus padres, diría: “Cuando la raíz es sana, el árbol crece aun entre las piedras”.

“9 de agosto de 1808: fecha que nunca olvido: aniversario de la unión, tan acertada, de mis santos padres. Ellos no me pueden ser indiferentes, sobre todo cuando llega este día. Ciertamente gozan del premio de sus virtudes. Sin embargo no dejaré de rezar por ellos.

El Vicario General de Fréjus, que durante muchos años fue el confesor de mi padre, viéndolo adormecerse en el Señor, me dijo que tuviera la seguridad de que recibiría de él abundantes gracias. Lo mismo hubiera dicho de mi madre, si la hubiera conocido”.

“Fecha muy querida e importante, de la que he hablado muchas veces y nunca lo he hecho sin sentirme fuertemente emocionada. He rezado a mis queridos padres para que me concedan la gracia de formar nuestra familia religiosa sobre principios sólidos y cristianos de los que ellos nos han dado un constante ejemplo”.

“Mis padres me habían hablado muchas veces de la alegre circunstancia de su matrimonio por lo que me resultaba fácil reconstruir con alegría las imágenes del acontecimiento”. Y la reconstrucción no debía resultarle difícil, porque en ella la poesía había nacido gemela de la santidad.

Su madre, la señora Mª Teresa, conservaba una poesía que la pequeña había compuesto cuando apenas tenía cinco años. En ella, Victorine, cantaba el nacimiento de los gatitos. A los diez años, formuló en graciosos versos una felicitación para los miembros de la familia. Las expresiones más cariñosas se comprende que eran para el hermanito que apenas tenía un año. Su primo Mons. Du Manoir escribe en la Semana Religiosa: “Victorine hablaba con ardor, y con Ovidio podía repetir: Quidquid tentabam dicere versus erat: “todo lo que decía eran muchos versos”. Ella, un día, me confiaba que en algunos momentos le parecía que habría hablado más fácilmente en verso que en prosa. El devoto y elocuente padre Aurevilly no paraba de elogiar su ingenio y su inspiración poética”.

Sí, su espíritu se conservará afable y simpático hasta el final de su vida, sin ser acallado en absoluto por su perfecto autocontrol.

Leyendo su largo diario, se tiene la convicción de que, si la autora hubiera querido, habría llegado a ser una célebre escritora de comedias brillantes.

Si la poesía es, como dice Pascoli, recuerdo de cosas buenas grabadas en almas buenas, Victorine escribió y vivió espléndidamente la poesía.

Amor, alegría y poesía crearon el ambiente vital en el que nace, crece y se afirma, sanísima, la persona de Victorine, que nunca tuvo complejo alguno.

De niña, ya dialogaba con la madre con la que se sentía en perfecta sintonía. En ella admiraba e imitaba un modelo de comportamiento. En su padre, la pequeña veía al hombre más guapo y más bueno del mundo. El señor Félix a su vez era muy feliz de tener por hija a aquella criatura. Según su padre, en aquel capullo humano, la belleza, la poesía y la bondad se habían encarnado y hablaban con el encanto de la infancia. Victorine gozaba también del cariño de sus hermanos, amaba y era amada por Eduardo, que tenía sólo un año menos que ella. Eran compañeros de juego; en aquella naturaleza grandiosa y bajo la protección y guía de sus padres, que estaban muy bien preparados, Victorine prodigaba sus cuidados y éste le concedía su caballeresca protección.

A su hermano Augusto lo acogió muy bien, hizo de mamá juiciosa porque ya había cumplido los diez años. Guardó en el desván su última muñeca y comenzó a ayudar a su madre en los quehaceres de la casa.

La familia Le Dieu estaba muy unida, pero también abierta a una extensa parentela y a numerosas amistades. Mantenían buenas relaciones con sus familiares y el padre poseía el arte de hacer amigos. Su profesión le obligaba a continuos cambios de residencia, por lo que se multiplicaban las relaciones humanas y se abrían más los horizontes en la mente de los niños.

Los juegos, el estudio y la piedad se alternaban y se armonizaban muy bien en aquella casa verdaderamente alegre. De adulta recordará su infancia como la época de los años risueños y la definirá como la edad de oro. También fue afortunada por los maestros que tuvo. En una carta escribía a Mons. Du Manoir: “Para mi consolación, todavía veo a la señorita Audran con aspecto venerable y dulce, y a la que amaba con mi corazoncito de cinco años”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario