sábado, 26 de febrero de 2011

48.- Me marcharé sin ruido, pero a la luz del día

Al día siguiente el Padre, contra su costumbre, se presentó sin decir nada:

–¿Ha oído al Obispo, señora? ¿Qué ha decidido?

–Todavía nada: No hay prisa. Y si he hecho mal en no tomar precauciones hasta este momento, de ahora en adelante tendré que tomarlas. Arreglaré mis cuentas, haré valorar los bienes que dejo, y nombraré un Procurador legal.

–Bien, pero hágalo pronto.

–Muchas personas de mi familia se han apuntado para el retiro, para los baños y las visitas; no me es posible marchar antes de finales de agosto.

–Esto se está alargando demasiado.

–No, respondí, y el Padre se fue muy molesto.

Este fue el último ataque del Padre Robert.

–Señora superiora, tienen que arreglar sus asuntos; es hora de acabar.

–Pero, Padre, sabe bien que en todo este tiempo no he tenido un minuto libre y no creo poder dejar este lugar antes de finales de septiembre; hasta ahora se me ha aconsejado siempre el aire del mar, también cuando estaba lejos tenía que procurármelo. Éste no es el momento de ir al sur, sobre todo cuando uno ya no está aclimatado. Iré hacia la mitad de septiembre, y deseo acercarme antes a la Santa Montaña donde me fue indicado el camino. Espero obtener del Señor allá arriba nuevas gracias de las que tengo necesidad.

–Obstinándose a permanecer aquí usted perderá su comunidad. Tengo muchas personas que quieren entrar, pero no lo harán hasta que usted no se vaya. Si a pesar de todo, se queda, retiraré al capellán, y el Obispo os quitará el Santísimo.

–El Obispo no me ha dicho nada de todo esto, pero ya que os ha dejado como superior, usted es el dueño, y responderá ante Dios y ante los hombres. Una madre está dispuesta a sacrificar todo por sus hijos; por tanto me iré cuanto antes para dejar a mis hijas con Jesús Eucarístico. Y usted, Padre mío, dirigirá como más le guste nuestra querida Obra según los favores acordados. Dios puede servirse de usted como de otro en cualquier lugar.

No tardaré mucho en irme.

–Usted puede marcharse sin que nadie la vea.

–No, Padre, yo me iré sin ruido, pero a la luz del día, cuando haya pagado todo lo que hemos comprado a mi nombre para el orfanato.

–No es necesario que se preocupe; se pagará.

–Claro, para que se pueda reprochar a mi honorable familia y a la pequeña comunidad, diciendo que me fui para no pagar las deudas. No, esto no se dirá, porque no es verdad. No tengo suficiente dinero para pagar el grano, la carne, el vestuario de los niños y de las hermanas, dinero que tiene que pasar el Obispo; pero como todo ha sido comprado a mi nombre, pediré un préstamo; así se verá que en cuanto a sacrificios y a delicadezas he hecho más de lo que tenía que hacer.

El reverendo Padre se molestó mucho de esta determinación y quiso oponerse.

–Necesitará todavía unos cuatro mil francos que no recobrará nunca.

–Si no los tendré aquí abajo, poco importa; antes o después Dios hará justicia.

¡La profecía que ciertamente se cumpliría no le gustó nada! Una hermana tuvo una idea; darme amplios poderes para los asuntos de la comunidad y para el testamento otorgado en su favor. El ejemplo fue seguido por todas las profesas y novicias que podían tener algún derecho de herencia. Así, mientras mi corazón estaba naturalmente herido por la vileza y por la injusticia, Dios le aplicaba el bálsamo dulcísimo del ánimo y de la generosidad de aquellos óptimos corazones. Todas se manifestaron decididas a soportar hasta el exilio y un trabajo redoblado con tal de mantenerse fieles a la propia conciencia. El 10 de septiembre de 1869, fiesta de San Aubert, fundador del Monte San Miguel, me acerqué una vez más a su pobre capilla y le pedí su protección para la Obra Reparadora. Me fui tranquila, abandonada en Dios, pero sentí un desgarro en el corazón al abandonar aquel lugar, a aquellas hermanas y a aquellos niños que tanto quería y por los que hubiera deseado consumar mi vida”.

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