miércoles, 9 de febrero de 2011

33.- El mar viene al encuentro de las esposas

“Pasamos ocho meses hasta el día en que el buen Dios, finalmente, permitió que el 19 de marzo de 1866, bajo la protección de San José, hiciéramos los votos en las manos del Obispo, que adoptó para esta fiesta las bellas ceremonias del Pontifical Romano. Él, siguiendo su buen corazón, como así lo creo, hizo este acto con mucha seriedad. Durante casi cuatro horas estuvo en el altar con el báculo pastoral en la mano y la mitra en la cabeza, en la celebración de la entrega del hábito a dos religiosas y de nuestra profesión, y mostró una fe admirable y una plena esperanza para nuestra Obra. Si Dios no la hubiera querido no habría permitido un inicio tan bello.

La fiesta, en su sencillez, resultó emocionante, bella y majestuosa. Una docena de distinguidos sacerdotes muy devotos ayudaban al Obispo. La capilla estaba llena de familiares; también ellos, muy recogidos, unían sus oraciones y sus esperanzas. Un espléndido día de primavera hacía resplandecer nuestras bellas murallas llenas de flores; y la playa, tan abierta y preciosa, vio venir a su encuentro el mar en el momento en que, postradas, hacíamos a Dios nuestra ofrenda total. Noté una intensa emoción al sentir el ruido de aquellas olas en el momento tan importante y solemne de nuestra consagración, de la que el gran obediente era como uno de los principales testigos. Cada día, fiel a la orden recibida desde miles de años, a la hora establecida, viene a mojar el grano de arena que le ha sido dado como confín y que no sobrepasa nunca, ni siquiera en su furor. ¡Cuántas lecciones me ha dado! ¡Cómo me ha animado a la obediencia y a la humildad el recuerdo y el ejemplo de este noble y potente elemento! ¡Cuántas veces su contemplación ha sostenido y engrandecido mi ánimo! No me hubiera contentado con nada menos grandioso para aliviar un poco mi corazón oprimido por las pequeñeces que a menudo lo han circundado en este lugar.

El Obispo quiso que participáramos de la alegría de nuestras familias durante el banquete en una sala preparada para la fiesta.

Una amiga muy cercana a nosotras hacía los honores de casa. Todo parecía presagiar un feliz porvenir. Me parece un deber citar aquí el artículo de la Semana Religiosa que refirió este hecho tan importante para nosotras: “El 19 de marzo, fiesta de San José, quedará memorable en la historia del Monte San Miguel, porque desde aquel día, data la fundación religiosa de una nueva Congregación cuyas murallas son la cuna. No estamos aquí para hacer un elogio, el elogio está en su nombre: Adoración Reparadora perpetua, y en su aprobación, después de ser bendecida por el Cura de Ars, el Sumo Pontífice Pío IX ha autorizado personalmente esta obra con un breve escrito de su puño y letra. Esta es la obra que Mons. Bravard ha autorizado de una manera solemne, recibiendo los votos y entregando el santo hábito a las primeras religiosas que se han consagrado a esta Obra.

“Yo espero –dijo el Obispo– que Dios bendiga esta Obra porque está llamada a trabajar para su mayor gloria. Por el momento es una pequeña semilla, pero fructificará y producirá un árbol magnífico que adornará el vasto campo de la Iglesia en la que las obras de Dios, aun siendo numerosas, todas encuentran su lugar. Desde hoy Él será alabado, bendecido y adorado donde estaba abandonado, despreciado y ultrajado por la blasfemia. En todo esto reconozcamos el dedo de Dios y adoremos los designios de la Providencia siempre buena y siempre paterna”.

Éstas son las palabras que dijo el Obispo y aquel día noté su corazón emocionado por la verdad y por la fe. Junto a las profesiones tuvo lugar también la ceremonia de la vestición que se desarrolló seria y digna”.

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