jueves, 24 de febrero de 2011

47.- El carnet de identidad es espléndido

Madre Le Dieu acusó el golpe y salió en defensa del Instituto. Escribió un documento al que llamó símbolo, porque constituía como el carnet de identidad del grupo compacto, unificado por el amor a la Eucaristía, por el Espíritu de la Fundadora y por la caridad fraterna. “Domingo, 25 de julio de 1869. Los Apóstoles de Jesús inspirados por el Espíritu Santo, antes de separarse fijaron su símbolo de unión perfecta en la fe y en las obras. Así también nosotras, antes de extender nuestras obras, debemos en justicia, prudencia y sabiduría establecer claramente los fines principales del Instituto, reconocerles de hecho y derecho, y dar a este acto una fecha real con la firma de todas. Ninguna dirá: yo soy de Pablo, yo de Cefas, pero todas diremos: yo soy de Jesús. Por eso, nosotras, las que suscribimos, siervas indignas de la adorable majestad de Dios, hijas de Jesús Redentor y de María Reconciliadora, del Instituto erigido canónicamente por el obispo de Avranches y Coutances bajo el título de Religiosas de San José del Monte San Miguel, declaramos firme y libremente, en la amplitud que el Breve autógrafo del Sumo Pontífice Pío IX da a nuestro Instituto comprometernos a tener y seguir en el futuro: La Regla de San Agustín y las Constituciones de San Francisco de Sales, modificadas necesariamente según nuestras posibilidades y necesidades actuales, cuando estas modificaciones sean aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Éstas serán presentadas, finalizado el Consejo General, que se abrirá el próximo 8 de diciembre. Hasta ese día nada será cambiado en las Constituciones recibidas del obispo de Coutances y Avranches y confiadas a nuestro capellán según las cuales hemos obrado y hecho nuestros votos, escritos y recibidos por el Obispo mismo. Este compromiso sagrado para todas, lo firmamos nosotras, que tenemos la suerte de ser llamadas las primeras a esta Obra de Adoración Reparadora, querida y bendecida por la Providencia. Tomamos este compromiso en el Consejo General en la presencia de Dios, de nuestros santos patronos y de la corte celeste. Esto nos obliga:

1) A la obediencia a nuestra Fundadora y primera Superiora General y a aquellas que le sucederán canónicamente.

2) Un voto especial de obediencia al Jefe Supremo de la Santa Iglesia Apostólica Romana.

3) Nuestra dirección es confiada siempre y en cualquier lugar a los Obispos católicos romanos.

Escrito, leído y suscrito en doble copia en la fecha arriba indicada”.

Ahora la permanencia para Madre Le Dieu se había vuelto imposible. Antes de que ella partiera, el Obispo viene a visitarla, pero el encuentro fue algo brusco. El diario narra el dramático diálogo:

–Bien, hija mía, ¿qué es de vuestra casa de San Maximino?

–Excelencia, se encuentra como yo, en las manos de Dios.

–Es necesario que se vaya, y se lleve algunas novicias y algún niño.

Le hice notar que no podía hacerlo en aquel momento por falta de medios. Él sabía muy bien que todo de lo que yo podía disponer lo había empleado en el orfanato bajo sus promesas, que las hermanas no podían ayudarme, y que me sentía obligada a ayudarles yo a ellas, ya que no había recibido nada de lo prometido.

–Haga, sin embargo todo lo posible para marchar cuanto antes, de lo contrario, el Padre Robert dejará de ocuparse en adelante de vuestra casa.

–Desde hace mucho tiempo, Excelencia, sufrimos sin lamentarnos. Si el buen Dios permite que Su Excelencia nos separe completamente de la Abadía, nosotras estamos contentas.

Y brevemente, teniendo las pruebas en las manos, le manifesté los motivos justos de nuestras quejas. El Obispo pareció reflexionar durante algún minuto sobre la idea de dar otra dirección a la Obra. El Padre Robert, impaciente, recorría con grandes pasos el pasillo de la capilla. Se hizo anunciar ante el Obispo para interrumpir la conversación de la que temía el éxito que muy probablemente nos hubiera favorecido si se hubiera prolongado.

El Obispo estaba conmovido, visiblemente turbado: el alma y el corazón lo daban por vencido, pero él estaba preocupado de sus intereses, y para no ceder del todo, quería encontrar en mí algo de qué culparme por no permitir al Padre Robert dirigir a su gusto nuestra Institución.

–Usted falta a la obediencia, me dijo el Obispo.

–No es posible demostrarlo, Excelencia, sin embargo, ante Dios tendré que temer por no haber caminado en muchas cosas más prontamente, y de no haberme mantenido suficientemente fuerte para asegurar aquella independencia que es un deber muy importante y una condición indispensable para llevar adelante esta Obra.

En un viaje anterior que hizo el Obispo al Monte se le escaparon estas palabras: “Me han asegurado que la señorita Le Dieu había ido a Roma a pedir la autorización para no depender de mí”. Si bien el Obispo en aquel momento estaba alterado, no pude por menos que sonreír y demostrarle con una prueba clara la falsedad de la acusación: “No creo que Su Excelencia lo pueda creer, recordando que todavía no se hablaba de que usted fuera a venir a la diócesis, porque cuando partí para Roma todavía vivía Mons. Daniel”. Así la acusación cayó por sí sola. Para volver a nuestro asunto, de pie como me encontraba, porque el Obispo se había quedado de pie o pasea­ba muy nervioso, dije: “Excelencia, por lo que personalmente se refiere a mí, estaría dispuesta a ceder; Su Excelencia en su diócesis es muy dueño de querer o no esta Obra, de dirigirla o hacerla dirigir a su gusto, pero yo no puedo aceptar un superior general, especialmente tratándose de un hombre cuyos principios son del todo opuestos a los que Dios nos pide”. Como he dicho, el Padre Robert hacía lo posible para que el Obispo se fuera; yo no insistía para que se quedara y controlara mis cuentas; hice mal, pero pensaba que podía volver a verlo con mayor libertad.

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