domingo, 27 de febrero de 2011

49.- Para reconstruir la cuna

La santa mujer había entrado muy rica entre aquellas paredes y salía llena de deudas. Para el alquiler de la casa de San Maximino había tenido que contraer una gran deuda. Le vino al encuentro la viuda, Aline Lacorne Delongrais, que con su generosidad, típica de los pobres, le había prestado todo lo que tenía: doce mil francos. Esta deuda constituirá la soga al cuello que la pobre Madre Le Dieu llevará durante toda la vida. La Fundadora emprende el viaje para reconstruir el nido. Esta caminante de excepción era alérgica a los viajes. Ella nos lo confía: “Cada vez que tengo que salir de casa, siento un gran malestar. Desde los dieciocho años este malestar es tan fuerte en mí que puedo afirmar que nunca me he puesto el hábito para salir sin una cierta fiebre. Cuando lo he hecho ha sido por necesidad, por obediencia o por caridad. Sin embargo, a menudo, se ha dicho que no podía estar en casa, que quería viajar. Confieso que esta pequeña calumnia me ha causado muchas impaciencias. ¡Es tan feo e injusto no querer admitir la buena fe del prójimo! Mi inclinación siempre me ha llevado a vivir sola, verdaderamente sola, el celo y la caridad han tenido que combatir mucho contra esta inclinación y sólo la obediencia me ha hecho ceder y salir. A los pies del Santo Padre, donde esperaba obtener el permiso de una vida retirada, he tenido que renunciar a este querido ideal y resignarme a no vivir más para mí. A menudo siento pena, porque la necesidad de la soledad completa brota espontánea de mi naturaleza”.

El viaje era muy doloroso porque había sido echada fuera de casa y separada de las hermanas y de los niños; ella se sentía madre de unas y de otros. El Obispo también se fue, pero para el Concilio. Madre Le Dieu, ahora ya prófuga, escribe una nota de condena por la actuación del Obispo: ”Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar: el Obispo, a menudo, olvidaba mis deberes personales y del todo excepcionales y providenciales; o mejor dicho, no los conocía o no quería conocerlos, porque se habría visto obligado a actuar diversamente. Repito que esto no dependía de su corazón, sino desgraciadamente de una triste y gran irreflexión capaz de todo con tal de alcanzar sus fines. Mis palabras eran desdichadamente verdaderas debido a su conducta durante el Concilio, ante el universo católico”.

La santa mujer, intransigente, ortodoxa y católica romana hasta en lo blanco de los ojos, aborrece el espíritu galicano y tiene la certeza de que en el Concilio su pastor se ha puesto a la fila contra la infalibilidad pontificia.

Acerca de la infalibilidad del Romano Pontífice, los Padres del Concilio Vaticano I se habían dividido en tres bandos: El primero sostenía: “El Papa es infalible”. El segundo objetaba: “El Papa es falible”. El tercero distinguía: “El Papa es infalible, pero en este momento histórico no es oportuno proclamar la definición dogmática”

El obispo de Coutances, Mons. Bravard, pertenecía al tercer grupo.

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