domingo, 20 de febrero de 2011

44.- Única ganancia: servir a Jesús en los niños pobres

“Otro motivo que nos hacía antipáticos ante la población del Monte era la venta de juguetes ridículos a la entrada de la Abadía. Este comercio perjudicaba a los pobres habitantes, a los que quitaban la única ganancia. Y aunque esto no nos concernía personalmente, sí nos apenaba, porque la gente se lamentaba justamente contra los religiosos, los cuales no te­nían que tener abierta aquella venta de objetos inútiles. Yo siento repugnancia hacia todo lo que no es justo, generoso y noble. Obligada por el mandato preciso de Pío IX a trabajar en las obras de caridad, no podemos renunciar a la educación de los niños pobres. ¡Ésta es la Obra más necesaria! Pero nosotras nos debemos ocupar solamente de esta Obra según nuestro espíritu de reparación: debemos ser las verdaderas madres de estos niños y no sus criadas, es decir debemos cuidar a los niños para educarlos en la sencillez, manteniendo nuestra influencia materna y no sólo en su infancia sino también en su juventud. De aquí la idea de una granja escuela modelo, que nos permita tenerlos por lo menos hasta los 18 años bajo la dirección de maestros especializados, en lugar de mandarlos al mundo antes que hayan podido formarse y adquirir unos valores.

El método beneficiaría a la mayor parte de ellos, y nuestro esfuerzo sería inútil si se tuvieran que ir en la edad que más nos necesitan, antes de que hayan podido comprender el verdadero bien que la caridad nos inspira hacia ellos. Pero nuestras ideas no eran las ideas del Obispo; él me había dicho, de viva voz y por escrito, que intentara sacar provecho de los niños, que los trataba demasiado bien, que no los empleábamos en un trabajo lucrativo, que había que cogerlos más grandes para que se ganaran antes el pan. Todo era desgraciadamente verdad; no teníamos el mismo objetivo y no caminábamos en el mismo camino. Y esto me confirmaba lo que nunca había querido creer: que el Obispo, aún condescendiendo a los deseos que yo le había manifestado, sólo pensaba en la suma de dinero de la que podía disponer para ayudar a sostener sus obras, y luego... adiós.

La cosa está tan clara que yo no puedo ni debo esconderlo: a cada uno lo suyo. Pero si tengo que hablar con justicia, quiero que también vosotras, queridas hermanas, encontréis en esto un motivo para rezar y perdonar sinceramente, porque así como tratemos a los demás de la misma forma nos tratarán”. En esta página vibra toda la ternura de la Madre hacia los huérfanos: El Obispo aumenta la confianza en el obrar de su lugarteniente y pasa por alto, promesas, amenazas en su nombre, contentísimo del manejo que su delegado hacía para dispensarlo de sus obligaciones de hombre honesto y de Obispo. Estas palabras no son demasiado fuertes en relación con lo que él decía y con lo que él hacía. Sucedió que en aquel tiempo alguien le dijo: “Pero el Breve del Sumo Pontífice autoriza y regula el camino de esta Obra y Madre Le Dieu, en conciencia, está obligada a mantenerla”. “Que se vaya al diablo con su S. Padre”, respondió Mons. Bravard. Y en lo sucesivo ha quedado claro delante del mundo católico el respeto y el amor que profesaba al Sumo Pontífice.

En aquel tiempo hubo una reunión del Consejo General del Departamento. El Prefecto siempre bien dispuesto pregunta con interés al Obispo: “¿Cómo va la Obra de la que me ocupo?”. Y el Obispo responde rotundamente que no vale la pena ocuparse, que la señorita Le Dieu es una loca, una mujer sin cerebro. Hubo un silencio de sorpresa y de indignación entre los reunidos; pero los que conocían lo que pasaba y sabían lo que yo estaba soportando en silencio para evitar un escándalo, se callaron y así evitaron una discusión que habría aliviado a otros”.

Ésta es la reacción que siente Madre Le Dieu ante la guerra fría que le hace irrespirable el aire del Monte San Miguel y que le habría tenido que destrozar el sistema nervioso. ”Nuestra casa no tiene gran importancia, pero el cuidado que debo dedicarle ocupa todo mi tiempo y mis fuerzas, que pronto se agotarán. El Señor sostiene esta querida Obra: Él la quiere, es celoso y mantendrá las promesas y las bendiciones de sus santos siervos. Para demostrar que Él es el Fundador se sirve de los instrumentos más débiles. Si hubiera querido habría podido suscitar santos y santas para fundarla. Cuanto más aumentan las pruebas más crecen en mí la confianza, la fe y la paz. Comienzo a comprender cómo los santos sobreabundan de alegría en sus tribulaciones y mi abandono en la Providencia es cada vez más pleno y gozoso. En esto no me puedo engañar porque, con el gran apóstol, me alegro de mis debilidades, las cuales manifiestan claramente la misericordia de Dios sobre mí y sobre las almas pobres y débiles que ha llamado, y todavía llama, por caminos que sólo Él conoce”.

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