martes, 22 de febrero de 2011

45.- Un féretro adornado como un altar

Entre tantas espinas se abre al cielo una rosa: Sor Rosa se duerme en el beso de su Esposo. Madre Le Dieu nos evoca la figura de madre y de artista. Sus palabras quieren ser flores que no se marchitan y que ella, con lágrimas en los ojos, derrama abundantemente sobre aquel féretro que está adornado como un altar. “Golpeada por una cruel enfermedad se encontraba en la cama desde hacía varias semanas, edificando a todos con su resignación, como ya lo había hecho con su ánimo. Ella había sido la primera en ofrecerse para los trabajos nocturnos y para los servicios del orfanato. Su buen corazón y la perfecta abnegación le habían ganado la estima de todos y todos le prodigaban los cuidados más afectuosos. Habiendo perdido la esperanza de verla curada perfectamente, pedían la curación o la adoración eterna. Esta última oración, la más deseada por aquella alma, fue atendida el día 16 por la tarde. El 18 por la mañana, durante la Misa del funeral, fue expuesta en la capilla con su hábito de postulante. En sus rasgos, verdaderamente rejuvenecidos como por un sueño dulcísimo, todavía se reflejaban la paz y la alegría. Todo lo que se puede encontrar de pompa religiosa en el Monte San Miguel, reunido espontáneamente en torno al humilde féretro, era un homenaje obligado a la sierva de los huérfanos, la amiga de todo el pueblo. El sonido de las campanas de la Abadía y de la parroquia se unieron aquella mañana al lúgubre tintineo del modesto campanil del Monasterio. Todo el clero se había reunido para la triste ceremonia. El cadáver de la buena religiosa, precedido de las piadosas personas de la ciudad, rodeado de los pequeños huérfanos muy tristes y tan recogidos que no se podía esperar más dada su corta edad, llevado y seguido por sus queridas compañeras, pasó por la Iglesia parroquial del Monte, donde fue cantado un solemne “Libera”, luego fue a reposar en un lugar escogido que las autoridades locales, con mucha bondad, ha­bían preparado.

En el momento de la separación muchas lágrimas fueron derramadas por quienes habían vivido con ella y también por personas extrañas a la Obra; luego tuvimos que resignarnos.

Una coincidencia sencilla pero conmovedora enternecía los corazones: esta primera flor de la Congre­gación confiada a la tierra del Monte San Miguel se llamaba Rosa y deseaba, con el santo hábito, tomar el nombre de Sor San Michel. Parecía que la buena hermana hubiera dejado la cama, donde tenía necesidad de tantos cuidados, para dejarnos libres en la fiesta del patrón.

Nos unimos también al día siguiente para honrar a San José e implorar su poderoso patrocinio por los vivos y difuntos, pero se sentía la nostalgia y la tristeza del día anterior y sólo se oían cantos religiosos. Por la tarde fuimos procesionalmente a los pies de la estatua, puesta ya para ser venerada, si bien se esperara a Mon. Bravard para bendecirla solemnemente. Se habían aplazado también para aquel día las ceremonias de la vestición y profesión, ordinariamente fijadas para la fiesta de San José, aniversario de cuando había sido erigido canónicamente este Instituto, tan maravillosamente bendecido y tan fuertemente protegido. Ahora la Obra de San José, teniendo personas dispuestas a todo, tiene un sólido fundamento. Se puede decir que ha echado raíces en el Monte del Santo Arcángel confiándole los restos mortales de la que fue la primera religiosa llamada a la Adoración eterna”.

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