lunes, 28 de febrero de 2011

50.- El cuervo alborota las palomas cuando grazna

El Padre Robert, quedándose dueño absoluto del campo, “el 29 de septiembre reunió en capítulo a las profesas, les dijo que había pedido y obtenido del Obispo un cambio completo de todos los cargos y en un abrir y cerrar de ojos nombró una superiora, una maestra de novicias y el Consejo. Si hubiera caído un rayo en medio del pequeño rebaño no habría causado tanto desconcierto. Todas protestaron con energía y sin ponerse de acuerdo previamente. Todo lo que sucedió entonces entre el dueño absoluto y aquellas pobres hijas a las que tiranizó, aterrorizó con amenazas e intentó ganárselas con promesas, sería increíble y muy largo de contar. Nuestra correspondencia se hizo entonces diaria y activísima”. Como prueba narramos una sola de aquellas cartas, escritas más con las lágrimas que con la tinta: “Reverendísima Madre, ¿es verdaderamente necesario que Dios nos someta a una prueba tan grande? Sí, Madre mía, la prueba es grande. Esta tarde el Padre Robert ha venido a saludarnos, luego nos convocó a las profesas en capítulo. Nos leyó la carta que él escribió al Obispo: “Excelencia, después de que se fuera la superiora para San Maximino, la comunidad se encuentra sin superiora; quiera usted concederme la facultad de nombrar a Sor Santa Philomène como superiora, a Sor San Augustin como primera consejera y a Sor San Pierre como maestra de novicias y segunda consejera”. ¡Reverenda Madre, qué golpe para nosotras! No sé cómo me he quedado. Al principio me dije: Éste, ciertamente se equivoca. Pero, no, Madre, ¿es esto justo? ¿es ésta la voluntad de Dios? No. ¡Qué prueba, primero para usted y luego para nosotras que nos encontramos aquí! ¿Cómo terminaremos? ¡Pobre de mí! Poniéndome este peso en las espaldas sabía bien que no tengo ni carácter, ni juicio, ni inteligencia; no encuentro en mí ninguna actitud; y con todo esto a él le gustaría que no os reconociera para nada. ¿Puedo yo abandonarla? ¡Ah, no! No he querido aceptar el cargo; es imposible que las cosas puedan ir adelante así, ¡oh, es imposible, Madre mía! Yo he perdido la cabeza, ya no entiendo nada. Si él no quiere nombrar a otra, prefiero irme por la noche del Monte San Miguel, Madre mía; esto no me impedirá ser su hija. No me marearé en el viaje a San Maximino. Dios me ayudará; Él no hace faltar el pan a los pájaros, por eso tengo confianza. Yo no estoy preocupada, pero ¿y las que se quedarán en casa? ¡Oh, Madre mía, cuánto valor y cuánta confianza se necesita! Esta tarde no podemos darle más noticias. Él volverá mañana; nosotras nos mantendremos con ánimo y con la gracia de Dios, Madre mía, no la abandonaremos aunque nos cueste la vida. Sor Santa Philomène (y ella pensaba como escribía)”.

Mientras las pobres hermanas se resignaban y se preparaban para seguir a la Madre a San Maximino, una de ellas, Sor San Joseph, sube al cielo. Fue otro golpe terrible para la Madre. Sin duda este dolor no fue la causa menos importante de aquella muerte. El 3 de diciembre de 1869, Sor Le Dieu escribe al Obispo esta carta en la que refleja su dolor de madre noble: “En este momento el silencio absoluto de Su Excelencia sobre mis justas observaciones y sobre mis peticiones parece indicar que, no teniendo el valor de sostener nuestra santa Obra en nuestra querida diócesis, su corazón ya no tiene el valor de quitarla, pero deja este triste encargo a quienes lo han preparado desde hace tanto tiempo en el silencio. Hoy el buen Dios permite que en el Monte del Santo Arcángel se ponga una segunda piedra de engranaje: el cuerpo de nuestra primera y querida Sor San Joseph, cerca del cuerpo de la también querida Sor Rosa, que fue la primera en hacer ante Dios la Adoración Perpetua, que amaba con toda su alma”.

En aquella difícil situación más de una religiosa envidió a la hermana que había partido para hacer la adoración eterna.

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