viernes, 22 de julio de 2011

155.- Viento en popa

El 6 de diciembre, después de haber informado a las autoridades religiosas y civiles, también se informaría a la opinión pública: en la Voz de la Verdad sale un artículo titulado: “Haced la caridad”, en la que viene expresamente recomendada la Obra del Protectorado, se da la dirección para el envío de donativos en especie y se abre una suscripción.

El 7 de diciembre Madre Le Dieu se dirige directamente al Papa, “Beatísimo Padre, nobles e insignes personas me han solicitado fundar en Roma la Obra tan necesaria del Protectorado de San José para preparar a los niños pobres a las escuelas católicas, y con el beneplácito de las autoridades competentes he abierto un asilo con este fin y oso esperar que Su Santidad, comprendiendo el bien que está llamado a hacer, será con mucho gusto uno de los generosos suscriptores que en el futuro la ayuden. El asilo se puede mantener fácilmente con los recursos de la obra de la santa infancia, que es quizá tan necesaria en Roma como en China. Su Santidad quiera conceder su paterna bendición a este asilo y el favor de una audiencia particular para hablar de nuestra querida misión”.

El año 1884, que cerrará la carrera terrena de Madre Le Dieu, se abre bajo los mejores auspicios. El cardenal Vicario promete dar el visto bueno a todo apenas lleguen una o dos personas más. La marquesa Serlupi, como verdadera presidenta, no deja pasar ninguna ocasión para demostrar su dinamismo personal. Cuando los achaques no dejan moverse de casa a la Fundadora será ella quien pida al Cardenal el permiso para el confesor extraordinario y la comunión privada; otras veces viene a casa para traer un poco de requesón, para preguntar por la salud de Sor Rafaela o para ver dónde tenían que preparar la capilla.

La asceta normanda y la gentil mujer apostólica son dos auténticos líderes de manera que su colaboración, si no imposible, debería resultar muy difícil. Sin embargo, ellas se aceptan, se comprenden y se aman, seguras de realizar un proyecto querido de lo alto. La Marquesa enseguida descubre en ella la santidad más genuina; y la Fundadora, al lado de aquella gentil mujer, elegante y cortés, siente el calor de la caridad de Cristo.

Sus limitaciones, ciertamente, se notan, pero se superan sonriendo como en este caso: “La Marquesa, escribe Madre Le Dieu, ha rehecho a su modo la petición que yo he escrito y no me ha dado el tiempo suficiente de leerla de nuevo antes de firmarla, cosa que no he podido rechazar, no obstante mi costumbre de enterarme bien de las peticiones oficiales y de guardarlas tal cual para que en el futuro no surjan dudas; temía que la Marquesa creyera que yo desconfiaba de ella, siempre tan cercana y bien dispuesta con nosotras.

Pero ahora ya está hecho y encomendado a Dios como todo lo demás; idea inglesa, género italiano, firmado por una francesa: el documento debe ser verdaderamente original”.

El día 1 de febrero se dio una cierta solemnidad a la vestición de Cesira Corradi. Para preparar la fiesta se pusieron de acuerdo los amigos. “El Padre Teobaldo llevó el ritual, el Superior de los Padres Bigi llevó el crucifijo, las velas y el incienso. Vino el Padre Alessio, pero no sé por qué; la princesa Orsini fue representada por la institutriz, y vino también la familia de una hermana de Cesira, cuya llegada ya esperábamos. La ceremonia fue muy sencilla. Luego se ofreció un poco de café que llevó el Padre Janvier”.

El 15 de febrero la Fundadora se fue al Vaticano para la audiencia pontificia. El médico, preocupado por su estado de salud, le dio permiso siempre que el viaje se hiciera en carroza cerrada y con todas las cautelas. Pero, desgraciadamente, las prescripciones médicas quedaron en letra muerta porque no se encontró una carroza cerrada. Después de dos horas de espera, otra sorpresa: le anuncian la audiencia general en lugar de la audiencia particular; “¡qué golpe!”, escribe Madre Le Dieu. Sin embargo cuando el Papa, pálido como su propio vestido, se le está acercando, ella se anima: –Beatísimo Padre, le doy las gracias por haber reconocido esta obra de la santa infancia en Roma, pero yo necesito abrirle el corazón y no puedo hacerlo delante de todos estos testigos.

–Espere a que vuelva, dijo el Sumo Pontífice.

Después de recorrer la sala y bendecir a los presentes y sus objetos con mucha bondad, pasó a otra sala.

Todos salen, excepto Sor San Joseph y yo. Poco después el Santo Padre vuelve, se acerca a nosotras, pregunta nuestro nombre y se lo hace repetir, porque Mons. Macchi se esforzaba diciendo: “Auxiliadoras, y yo “Auxiliares”.

Pero quedamos en silencio y nosotras nos inclinamos cuando Su Santidad nos dice en un buen francés:

–Para abrir una casa en Roma hay que oír al cardenal Vicario; el cardenal Vicario me hablará.

–Bien, Beatísimo Padre, mis hermanas y yo deseamos recibir la Santa Comunión de sus manos cuando sea posible.

–De acuerdo, respondió el Papa, y nos dejó besarle las manos y el pie.

El 28 de febrero tuvo la confirmación para adquirir la casa contigua que permitía disponer de un oratorio y admitir el doble del personal, tanto para los niños como para las religiosas.

Junto con la casa también la suscripción: “Tenemos ya dos suscripciones de pequeña cantidad, una de 25 céntimos durante seis meses y la otra de una lira durante un año. He aquí 25 monedas que nos garantizan casi cuatro kilos de pan. Todavía algún mes más y la Obra estará asegurada”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario