viernes, 17 de junio de 2011

133.- O el nido o la tumba

Mientras, han pasado varios meses sin concluir nada; sin embargo ella ha decidido: Roma será su nido o su tumba.

El 20 de junio anota en su diario: “La pasada noche me parecía abrir una casa muy grande no sé dónde. Habían entrado muchas personas mayores y yo mantenía con ellas una seria conversación, daba avisos particulares, trabajaba mucho. Esto duró bastante; había muchos niños y crecían muy bien. ¡Ha sido un sueño!”.

No es un sueño, sino que hace falta darse prisa. El movimiento se acelera cada vez más a medida que pasa el tiempo. Esto lo sabe por experiencia ella, que es el movimiento en persona.

Se presenta en la Cancillería. “Monseñor Luca está fuera desde hace dos años; me quedo un poco asustada al verme sola y sin una carta de recomendación. El secretario al principio se muestra muy frío y casi ofensivo.

–Querida hermana, creo que debe haber alguna diligencia abierta hecha sobre usted.

–Más bien en contra que a favor; por eso deseo vivir en Roma para que se me juzgue por las obras y no por las habladurías.

–Entonces debe dirigirse al cardenal Vicario de quien depende su residencia en Roma.

–Sí, Monseñor, es lo que pienso hacer. Si puedo ver al cardenal Borromeo espero encontrar apoyo en Su Eminencia.

Monseñor, en esto no he seguido mi vocación sino la obediencia, y nosotras amamos este trabajo porque conocemos los buenos frutos que puede dar.

–Bien –me ha dicho el secretario, demostrándome un cierto interés– hágalo y veremos.

Me ha dado su bendición y yo volví a casa”.

Bajo el consejo del P. Laurençot prepara la solicitud para el cardenal Vicario, Rafael Monaco de la Valletta.

“30 de Junio de 1881.

Eminentísimo Cardenal,

habiendo tenido el honor en 1877 de serle presentada y recomendada por mi director espiritual, el Rvdo. P. Francisco Régis, de honrada memoria, obtuve de Su Eminencia el permiso de residir en Roma para establecer aquí el centro de nuestra misión, bajo la inmediata protección de la Santa Sede. Entonces, obligada a volver a Francia, he tenido que aplazar la realización de este deseo. Hoy vengo para ponerlo en práctica, segura de encontrar el beneplácito de Su Eminencia.

Os ruego que tengáis a bien acoger mis sentimientos de agradecimiento y de alta consideración”.

A la carta del Cardenal añadí la solicitud para el Santo Padre.

Santísimo Padre,

El 15 de enero de 1863, en una audiencia particular con el S. Padre Pío IX, junto a los preciosos favores para la vida religiosa, recibí directamente de Su Santidad la orden insistente de trabajar en las obras de apostolado en el mundo.

Orientada entonces por los Eminentísimos Carde­nales Villecourt y Barnabo, con mucho gusto hubiera puesto el Instituto en Roma, pero la salud me lo impidió. Ahora parece que ha llegado el momento de poner a las Auxiliares Católicas bajo la suprema autoridad de la Santa Sede. Su misión, según las enérgicas palabra de Pío IX, que en paz descanse, es la de trabajar hasta el fin y probar la fe con la caridad, sin límites de obras y de lugares.

Su Santidad ha escrito, firmado y datado un Rescripto que acuerda todas las bendiciones que en aquel momento le pedía.

Muchas veces el venerable Juan María Vianney, Cura de Ars, me había asegurado que “todos mis deseos habrían sido bendecidos en la amplitud deseada”. Los ánimos recibidos de estos dos siervos de Dios me han confortado en todas las pruebas y me hacen esperar que Su Santidad quiera concederme poner el centro de nuestra misión en Roma, y también renovar en vuestras manos para el futuro nuestro voto especial de devoción al Sumo Pontífice”.

8 de julio: Visita al Cardenal. “Monseñor Philippes, secretario particular, ha estado amabilísimo y me ha dicho que Su Eminencia me recibiría enseguida, por eso he esperado con ánimo renovado. Pero el calor y la espera de casi dos horas me debilitaron de tal forma que cuando pude abordar al cardenal Monaco de la Valletta estaba extenuada. El buen Dios, que conocía la urgencia de este tema, me ha dado una vez más un poco de ánimo y así he podido explicarme con suficiente franqueza. “¿Pero tiene la aprobación?”, me preguntaba el Cardenal.

“Eminencia, me han animado y voy adelante; deseo caminar bajo su dirección; pido el favor que me concedió, hace cuatro años, de residir en Roma; en lugar del P. Régis que el Señor ha llamado a sí, está el P. Laurençot como superior. Viviremos con sencillez y nuestro número aumentará bajo su protección”.

Ha leído con mucha atención la solicitud dirigida al Santo Padre, también mis votos, y la copia de los beneficios concedidos por Pío IX. Ha doblado los documentos y me ha dicho: “Hablaré con el Santo Padre”.

El 9 de julio, el Cardenal debe presentar la súplica al Papa. Madre Le Dieu se pregunta: “¿Qué pasará? Yo estoy tranquila como hace veinte años. El Cardenal, que me conoce poco, si, como parece, no ha tenido ninguna recomendación sobre mí, no hará sino aplicar las líneas generales sobre las nuevas Congregaciones.

Yo no tengo el encargo de conseguir aquí mejores resultados que en otro lugar; he hecho lo que he podido y Dios me ve como me ha visto siempre. Por tanto, ¡fiat!, para hoy y para siempre”.

El 10 de julio escribe: “No sé si ayer el Sumo Pontífice habrá visto o escuchado mi carta. Yo he expresado lo que sentía mi corazón”.

Algunos días después acude de nuevo a ver al Cardenal para el responso. “Antes paso para hablar con el secretario del Cardenal.

–Vaya a ver a Su Eminencia, me dice.

–Pero, ¿no seré indiscreta?

–No, vaya.

El corazón me latía; ¿soy conocida suficientemente? ¿y sobre todo comprendida? El secretario va adelante y me hace entrar antes que a mucha gente que está esperando la audiencia. El Cardenal me devuelve las solicitudes: “El Santo Padre le concede la residencia en Roma, puede alquilar una casa, y si hiciera alguna petición le ayudaremos”.

El Papa, cuando leyó la solicitud, había dicho al Cardenal: “Esta obra no la tenemos en Roma y hará mucho bien”.

¡Oh bondad infinita! Me ha parecido, y aún me parece, un hermoso sueño. El Cardenal estaba mucho más afable que la primera vez que me recibió y parecía feliz de hacerme este favor. Le he dicho que las religiosas del Sagrado Corazón y las Religiosas de la Caridad verían con agrado nuestra Obra en Roma. He aquí el poder y el querer: ¡Dios mío, dame el tener!”. Madre Le Dieu resalta dos cosas: “El Sumo Pontífice León XIII es ahora el primer benefactor. Si hace algunos años me hubiera concedido quedarme en Roma habría evitado mi ruina y la de la pobre viuda víctima, como yo, de la caridad”.

Después, finalmente, dice: “Todo se verá claro a la luz de Roma que ya brilla sobre mí”.

El permiso era la vida, pero Madre Le Dieu no se fiaba de las respuestas verbales, por eso corrió a casa y preparó la solicitud para disponer de un documento escrito.

19 de Julio de 1881.

Eminentísimo Cardenal,

Le suplico quiera declarar el insigne favor que nos concede el Sumo Pontífice León XIII, de establecer en Roma nuestro Instituto, ya tan privilegiado por su predecesor Pío IX, que en paz descanse.

Contenta de obrar bajo la dirección inmediata de la Santa Sede y de su benevolencia, tengo el honor de ser, con el más respetuoso reconocimiento,

su humildísima

Sor Marie Joseph, Le Dieu

Unos días después llegó la respuesta del cardenal Vicario concediéndole el permiso para abrir una casa en Roma donde se pueda “ampliar y consolidar su Instituto”.

Con aire de triunfo, justamente merecido, la Fun­dadora afirma: “Así queda asegurado el trípode sobre el que se apoyará la santa misión, de la que soy una pobre servidora: las profecías del Cura de Ars, el Breve de Pío IX y la autorización de León XIII”. Al leer las palabras “ampliar y consolidar” llaman la atención porque el Instituto estaba representado por la sola y única Fundadora, ya anciana y privada de cualquier recurso material. Madre Le Dieu siente que el grano de trigo sembrado por Jesús en la tierra húmeda se ha deshecho totalmente; ya despunta el brote que mañana será espiga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario