domingo, 26 de junio de 2011

141.- Es necesario caminar con las manos si no se puede con los pies

“Los cocheros de la ciudad terminarán mirándome como los pasteleros de París; si todos hicieran como yo, estos pobrecillos tendrían que cambiar de oficio. No es que yo los desprecie, al contrario, tengo que confesar que el deseo me hace volver la mirada hacia ellos, pero el deseo no puede ceder a la tentación. Por tanto, caminaré a pie y especialmente sola”.

Sólo una vez, cuando ya no pudo más, cogió la carroza y fue engañada por el chófer.

El 6 de mayo de 1881 escribe:

“He pasado todo el día en la habitación, colocando mi ropa; esto me cansa más que salir.

La tormenta también influye en el malestar que tengo en estos últimos días; no me da miedo pero me pone nerviosa. Yo tengo mucha más suerte que otras personas que se asustan cuando oyen el mínimo ruido. El trueno me eleva a Dios. Sé que es peligroso, pero es majestuoso. Su voz potente y los relámpagos dominan todos los demás ruidos y nos elevan a las sublimes alturas. Pero ahora tenemos que bajar para ir al refectorio; allí todo nos recuerda al animal. ¡Pobre Martín!, mientras estamos en este mundo es necesario comer: hierba o heno”.

El 17 de agosto, después de una visita al príncipe Torlonia, habla así en su diario: “Es necesario caminar con las manos si no se puede con los pies y arrastrarse si no se puede hacer otra cosa, sin jamás retroceder ante una buena empresa. La noche la he pasado, una vez más, en una mezcla de insomnio y de pesadillas y hoy no me siento con fuerzas para visitar al príncipe; no sabría qué decirle. En lugar de tener las cosas claras, como sucedía hace algunos días, ahora me encuentro en una especie de somnolencia. Veo lo que pasa, pero no sé explicarme; quisiera servir a Dios y no puedo amarlo. ¡Fiat!

Este malestar indefinible, ¿era quizá una especie de presentimiento? No lo sé, pero salí con esta incertidumbre. En la iglesia del Jesús he rezado hasta las diez y luego me he presentado en el palacio Torlonia. Acomódese, oigo decir, y espero un cuarto de hora. Finalmente entro donde estaba el Príncipe y me invita a sentarme, mientras él se queda de pie y, sin esperar ni siquiera la más breve explicación, me manifiesta el rechazo más absoluto. Le digo que sólo he venido para pedirle un préstamo del que puedo ofrecerle garantías. Ya no me ocupo de negocios, me responde, y me contento de mis pequeñas obras. Y con su saludo me despide: ¡He aquí todo!”.

La altivez de todos los príncipes de este mundo no conseguiría desanimar a esta cabezota de Dios. Todas las personas de la aristocracia romana vieron ante sí a esta pordiosera de los niños pobres, humilde y con dignidad.

“Como me aconsejaba el venerable Cura de Ars, voy directa al buen Dios como una bala de cañón”. Pero el bajar y subir las escaleras ajenas, tantas veces al día, debilita a la anciana andarina.

Monseñor Galliano Moncelsi, que conoce maravillosamente los gestos heroicos de Madre Le Dieu, está convencido de que con todo lo que ella había caminado habría dado varias vueltas a la tierra por el punto del Ecuador.

Cuando está excepcionalmente cansada, canta así:

¡Que yo sea fuerte, oh Señor, hoy y siempre

hasta el último suspiro!

Quiero que se cumpla tu querer divino,

quiero amar y sufrir.

Mis penas Él las ve, y de mi corazón

el ardiente deseo Él sabe.

Y me socorre cuando mi dolor

más bárbaro se hace.

Ánimo, pues, oh mis dulces hermanas,

hasta el último día.

Al premio que nos espera detrás de las estrellas

nosotras llegaremos así.

Cuando el alma está cansada y aterrada,

así ayuda pensar:

Vuelve entonces la calma, y de la vida

la escarpada mente grave aparece.

¡Oh, mis hermanas, en este dulce abandono

repose nuestro corazón.

Santa es su palabra, es justo, es bueno.

Es fiel el Señor!

“Esta mañana he permitido a Martín descansar un poco; el pobre animal se ha fatigado mucho en estos días, y si no va para atrás, para adelante va.

Todavía estoy sola y con poco dinero, pero mi valiente corazón no tiene duda ni por un instante. Martín más tiene y más quiere; si le hubiera hecho caso, a las seis todavía no se habría levantado.

Estoy cansada pero tengo la mente clara y fuerte como cuando era joven. Esta parte de mi ser se mantiene inalterable y quizá será la última en morir”. Alguna vez, con gran pesar, se adormece también durante la Misa. El sueño la persigue hasta cuando escribe: “Verdadera­mente necesito descansar, pero no quisiera que me viniera el sueño cuando hago de secretaria de mí misma”.

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