martes, 8 de marzo de 2011

57.- ¿Quién es? A esta hora no se abre

“4 de octubre de 1870. Ha sucedido un hecho importante, digno de ser mencionado y que nos da nueva confianza en la ayuda de Dios y en la benevolencia de la que generalmente nos rodea.

Hacia las dos de la madrugada sentimos un fuerte timbrazo en la puerta de fuera; la religiosa que estaba en adoración venía muy preocupada para avisarme, cuando se oyó un ruido más fuerte, y la puerta la sacudían tan violentamente que parecía que se iba a romper. También se oyen gritos, pero no sabiendo quién podría ser, decido no abrir. Si hay algún peligro recurriremos a la oración, que representa la fuerza mayor. Si se trata de amigos, vigilarán, ayudarán desde fuera, si son enemigos dejemos que usen la fuerza y no les facilitemos la entrada. Tratándose de pocas mujeres y solas, no era prudente abrir a 25 ó 30 hombres armados, que veíamos de acá para allá sin saber sus intenciones.

Hice levantar a todas las hermanas, que ya estaban despiertas y asustadas y nos reunimos en la capilla. Desde las dos a las cuatro, al menos veinte veces se repitió este estruendo; habían observado todos los accesos a la casa, así que no había ninguna duda de que querían hacer al menos una visita al domicilio.

El hecho de que no intentaban saltar el muro, me tranquilizó un poco y me dejó tiempo para recoger las cosas más valiosas: documentos y vasos sagrados para llevárnoslos con nosotras, si podíamos. Rezamos toda la noche recitando el rosario perpetuo hasta casi las seis de la mañana. Mientras tanto, se hizo de día y comenzó a circular gente por la calle. A una nueva señal de aquellos hombres, yo misma fui a abrir junto con otra religiosa; las otras preocupadas, pero resignadas a todo, continuaban rezando.

–¿Quién es? –dije con voz decidida–, a esta hora no se abre.

–Abrid, respondieron varias voces de hombre, pero con tono muy aplacado.

No tenemos nada con vosotras, pero queremos coger a un hombre herido que ha entrado en vuestro jardín.

–Entrad y buscad, pero yo creo que aquí no hay ningún extraño herido.

–El soldado que estaba de guardia cerca de la capilla ha visto a un hombre saltar el muro. Él ha preguntado, ¿quién está ahí? y como nadie ha contestado, disparó. El hombre ha desa­parecido y debe estar escondido en el jardín.

–Buscadlo; nosotras sentimos tales golpes que no creímos oportuno abrir.

–Hemos golpeado y vigilado sólo por vuestra seguridad, dijeron aquellos hombres cada vez más apurados por su conducta ilegal.

–Quiero creerlo, respondí, pero todo esto me obligará a pedir ayuda en caso de verdadero peligro.

Los acompañé al jardín y nos dimos cuenta que un árbol cerca del muro, quizá movido por el viento, fue la causa de aquella maniobra hecha por gente de buena voluntad, pero ignorantes en la disciplina militar. Ahora tenían miedo de ser reprendidos si les hubiéramos denunciado. Les aseguré que no lo haría, y aproveché la ocasión para pedir ante las autoridades civiles salvaconductos y recomendaciones, por si los necesitábamos en el futuro.

Hubiera ido al ayuntamiento el mismo día, pero no estaba el alcalde. Al día siguiente vino él mismo con el secretario; estuve muy contenta de recibirlo en casa, mejor que en otro sitio. Se disculpó por el modo de actuar de aquellos hombres todavía poco instruidos; acepté las disculpas, rogándole que para otra vez usaran formas diferentes para no asustar a mujeres inofensivas y dispuestas a hacer todo lo posible por el bien de San Maximino. Le advertí que nuestra campana, que nunca toca de noche, hubiera podido servir como señal en caso de necesidad, pero que se evitase repetir lo de la noche anterior, porque no era eso una señal de paz y de ayuda. El alcalde me preguntó nuestros nombres y lugar de nacimiento para dotarnos de salvaconductos con que poder circular. Le pedí su protección para la casa que habíamos comprado, dedicada a orfanato para niños pobres.

Le hice visitar la casa, diciéndole que, si la administración civil hubiera dado su apoyo como deseaba el alcalde precedente, y dada nuestra buena voluntad, hubiéramos podido dedicarnos enseguida a esta Obra, ahora tan urgente y tan necesaria; y añadí que no dudaba absolutamente de su interés.

Pareció interesarse por el asunto considerándola necesaria, porque además de los huérfanos mantenidos por la Obra de la adoración y por las ayudas surgidas a partir de la guerra, también habríamos podido ocuparnos de otros niños, si nos hubieran dado los medios. La visita se alargó por su parte y por la mía, porque quería demostrarle que no sólo no temía su presencia, sino que me sentía feliz de que conociera la casa y nuestros proyectos. Antes de marcharse visiblemente emocionado, dijo:

–¡Es verdad que la mujer o es un ángel o es un demonio!

-–No, señor alcalde, queremos ser ángeles, y usted nos ayudará a hacer el bien.

Su saludo fue muy cortés y nos prometió su ayuda.

Generalmente se tiene miedo de este hombre, pero el Divino Maestro, si quiere, puede servirse de él”.

A la Madre le fue sugerido abrir una hospedería, o bien escuelas públicas, en sustitución de las comunidades religiosas que habían sido expulsadas. El Obispo, temiendo la competencia con las religiosas en las que tenía mayor confianza, se lo prohibió explícitamente. La pobrecilla pidió el permiso para hacer al menos una suscripción pública y también la rechazaron, alegando como motivo que “habría dañado las obras diocesanas”. La Adoración Reparadora es la más sublime de las acciones humanas pero sola, no da para vivir.

El 13 de octubre se comunica a las religiosas que tendrían Misa en casa sólo para renovar las Especies Eucarísticas, y por supuesto no sería el domingo. Y a finales de octubre se vieron obligadas a frecuentar la Iglesia del pueblo. En su diario, Madre Le Dieu, escribe con tristeza: “Hace un año que Mons. Jordany ha bendecido la Obra durante la primera visita, renovando con todo el corazón la aprobación y los privilegios: ¿quién hubiera podido sospechar nunca lo que ha sucedido?”. El año se cierra con la negativa de la Exposición perpetua y Barnieu añade que si el Obispo hubiera conocido sus condiciones, no habría permitido la apertura de la casa.

Monseñor Jordany primero las acogió y luego las dejó solas.

Nos resulta enigmática la figura del Vicario General Barnieu, que había sido íntimo amigo del padre de la Fundadora, y por la que siempre había manifestado una gran estima. ¿Tuvo miedo de que, si la hubiera apoyado, habría perdido la simpatía del Obispo? ¿Fue sensible a las críticas de los religiosos que no toleraban aquella naciente Congregación? ¿Tenía estima, quizá, de esa mujer, pero no creía en su carisma de fundadora? Lo cierto es que le hizo sufrir mucho.

El episodio que sigue, narrado por la misma protagonista, nos da una prueba del espíritu de aventura con el que ella afronta la vida.

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