domingo, 13 de marzo de 2011

62.- Carta de ida y vuelta

“Al obispo de Coutances, 21 de Abril de 1871.

Para hacer frente a la prueba que Su Excelencia me ha obligado a hacer, he empleado todos mis recursos; y gracias a Dios, todavía no he perdido la paciencia ni la esperanza. Pero ya no puedo dejar pasar más tiempo sin pedirle de nuevo lo que he anticipado para el mantenimiento del orfanato del Monte San Miguel durante cinco años. Yo lo he hecho con mucho gusto viendo los excelentes resultados y animada por sus promesas verbales y escritas.

Cuando momentáneamente dejé el Monte San Miguel, tan bien organizado, para venir con gran confianza a abrir una casa para nuestra Congregación, nunca pensé verme obligada a causa de bajos e indignos embrollos, a llamar a aquellas buenas hijas, únicamente culpables de ser fieles a su vocación, para protegerlas como era mi deber.

No es posible valorar el daño causado por nuestra partida ni lo que se ha hecho, obstaculizando con el engaño a tantas vocaciones. Dios ha permitido todo lo que ha sucedido, un día reparará todas las injusticias. También se debe computar como daño real el saldo que justamente yo debiera haber recibido por la Adminis­tración del Monte San Miguel.

De mis cuentas, de las que tengo documentación válida, resulta claramente que yo, sin tener ninguna obligación, he empleado más de dos mil francos para gastos indispensables, transportes, reparaciones, mantenimiento y cuidados para los niños y las religiosas que día y noche se ocupaban de ellos.

Si a esto se añade el sueldo prometido a las religiosas, se puede decir que lo que se nos debía haber aportado llegaba a treinta mil francos. De hecho, las religiosas debían recibir dos mil francos al año o más, si pensamos en los sacrificios realizados en un principio, y en el trabajo de ocho o diez religiosas desa­rrollado con empeño e inteligencia durante ocho o diez horas al día. Y si queremos deducir, al menos cinco mil francos al año por mi mantenimiento personal, al que tenía derecho, y otro tanto por la recuperación del mobiliario prestado y por algún reembolso, todavía estaremos en deuda en casi veinte mil francos.

Si no hubiera siempre esperado en la lealtad de Su Excelencia, antes de marchar hubiera hecho valer mis derechos para los que tenía testigos. Muchas veces me aconsejaron hacerlo: confieso que, si hubiera imaginado el trato que hemos recibido, hubiera reclamado a las autoridades superiores y no hubiera perdido una cantidad tan elevada para mí, porque constituye casi todo lo que poseo.

Una persona honesta no haría perder a pobres y débiles mujeres tantos sacrificios y tanto dinero, especialmente cuando no tienen otros recursos. Yo nunca quise llevar esta causa ante los Tribunales. Quiero todavía creer que el retraso en saldar esta deuda de conciencia y de honor sea debido sólo a los tiempos difíciles por los que atravesamos. Y, ¿cómo podría dudar si Su Excelencia, en una carta pastoral, señala: Las injusticias antes o después se pagan, si no se reparan? Su Excelencia, por tanto, no podrá demorar hasta el infinito la reparación de las injusticias cometidas en su nombre, no obstante las promesas renovadas también de Roma, el 10 de diciembre de 1869. Entonces me decía: “Quiero, mi querida hija, ser siempre su principal protector”. Nosotras recordamos siempre su generosidad y su corazón paterno cuando nada se interponía entre nosotras y su justicia. Hasta ahora he mantenido silencio, pero ahora, que me siento obligada a rendir cuentas a nuestro Obispo para preparar el balance y dar a conocer lo que me falta sobre lo que tendría que llevar a San Maximino, le diré lo que en justicia espero de vuestra Excelencia de la que soy humildísima sierva”.

El Padre Robert había dejado un recibo falso legalizado por el notario Voicin, según el cual, la deuda resultaba completamente saldada.

El Obispo no podía más que enojarse ante aquel documento del que no conocía su falsedad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario