lunes, 9 de mayo de 2011

107.- La montaña de la Salette es como un imán

“Ciertamente, Martín no está obligado a hacer todo lo que no ha hecho en su juventud. ¡Pobre animal! siempre con más ánimo que fuerza. La alegría lo sigue por donde va. Y se siente feliz de estar al servicio del buen Dios. Aunque a veces duda, nunca se resiste.

Llegando a Grenoble intenté hacerlo descansar en la casa de la Providencia, pero estaba llena, así como el albergue donde me acompañó una religiosa. Entonces pensé que una antigua conocida de la Salette, una buena mercera que vivía muy cerca de allí, me habría indicado un alojamiento decoroso y más barato que al que yo iba otras veces. Ella me ofreció la comida y la cama. Con agradecimiento lo acepté, y al día siguiente más cansada aún que el anterior me encaminé poco a poco al Obispado. Encontré tan amable a Monseñor que mis piernas se restablecieron algo. Él me prometió su aprobación, luego añadió: “Sería necesaria vuestra Obra en mi diócesis. Hay personas que asisten a las niñas, pero no hay nadie que se ocupe de la asistencia de los niños”. “Bien, respondí. Si Su Excelencia nos ayuda, nosotras intentaremos venir lo antes posible”.

El calor del mes de agosto no le impidió hacer una visita a los lugares que habían acogido a su padre enfermo. “La anciana y buena superiora de Laus, me recibió con gran alegría. Tanto ella como las demás religiosas, no sólo se acordaban de mis visitas a Laus, sino también de la estancia de mi padre. Me atendió muy bien y me acomodó en la habitación que había ocupado mi querido padre. Tanto aquí como en Fréjus el recuerdo de este buen anciano todavía es venerado. Todo me hablaba de él con gran ternura, y he tenido la dicha de encontrar respetada su tumba. Han hecho ya dos exhumaciones alrededor de ella y no han tocado la cruz que lleva sus iniciales y la verja que la rodea. Creo que esto es un detalle de la Providencia que quizá, nos llamará allí un día. No he tenido medios económicos para comprar este lugar y la tradición lo custodia respetuosamente, mientras de ordinario, se quitan todas las cruces y las letras de los nombres, cuando los sepultureros vuelven a enterrar nuevamente en ese mismo lugar. La tumba está más baja que las demás y la verja enterrada hasta la mitad porque han echado dos veces tierra alrededor. Pero nadie ha tocado las cenizas benditas de mi padre”.

Evidentemente la montaña de la Salette que estaba tan cerca le atraía como un imán, y en la vigilia de la Asunción, la subió mientras caía un fuerte temporal.

Cuenta en el diario: “En la cima de la montaña llovió a cántaros. Mi paraguas se rompió por el fuerte viento y estuve a punto de caer con el asno por un precipicio: una lluvia fortísima me penetraba hasta los huesos. Cuando llegué, me tuve que cambiar de la cabeza a los pies. Allí me refresqué de mi viaje de Roma: y es sorprendente que no me haya puesto enferma por haber tomado este baño de agua tan fría cuando estaba su­dando. Verdaderamente me constipé un poco pero se me pasó durante la fiesta del día siguiente, que por cierto fue muy bonita. Hubo numerosos peregrinos y procesiones con antorchas; no faltaba nada”.

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