domingo, 29 de mayo de 2011

121.- La décima estación del Via Crucis

Pero la Curia de París no quiso ser menos que la de Versailles.

El 11 de mayo, el Promotor Quinard, escribió a Madre Le Dieu: “No obstante la prohibición que se os ha hecho precedentemente y que yo mismo he renovado hace casi dos años, he sabido que ha abierto una casa religiosa en Le Vallois, Su Eminencia me encarga de notificarla nuevamente la prohibición de llevar y permitir llevar el hábito religioso en toda la diócesis de París. Si inmediatamente no obedece a esta orden, sintiéndolo mucho, me veré forzado a tomar otros medios para obligarla”.

“Hasta ahora, anota Madre Le Dieu, nadie nos había prohibido vestir el hábito religioso y yo he venido a París sólo para formar a las pobres perseguidas para la casa que pronto quiero abrir en Roma”.

Aconsejada por el cura de Le Vallois, fue a ver a Quinard y logró obtener un mes de prórroga. El párroco no sabía qué hacer con un permiso oral, él lo quería escrito, pero no llegó a tiempo a causa de los retrasos. El día de Pentecostés, la pobre Madre, fue a la Iglesia con el mismo hábito que llevaba siempre como bandera sagrada, y al momento de la comunión se puso en fila entre los fieles para recibir la Eucaristía.

Estaba absorta en su contemplación, cuando un hecho extraño llamó su atención a una cruda realidad. Ella misma nos lo cuenta: “Yo estaba en un rincón y una silla entorpecía el paso. El sacerdote pasa. Yo me pongo a la balaustra: nada le impide, esta vez, llegar hasta mí; pero él se aleja en lugar de acercarse. Es evidente que no me quiere dar la comunión; yo me retiro con sencillez y sin sombra de emoción, y hago una de las mejores comuniones espirituales de mi vida”.

Un alma eucarística, como Madre Le Dieu, no puede sentir una pena más grande, y sin embargo conserva la paz.

Después de otras amenazas y cartas sin respuesta, la Madre deja su querido hábito: “Nosotras hemos dejado el hábito religioso. Nos hemos vestido a la francesa para hacer el bien en Francia, como nuestros misioneros se visten a lo chino para hacer el bien en China.

Los mandarines de nuestro país son terribles como los de China y Dios permite que en este momento nosotras suframos aquí un verdadero martirio.

“Bienaventurados los que sufren por la justicia”, esto es lo que repito siempre para mantenernos fuertes en todos los acontecimientos”.

El tener que dejar el hábito causa problemas de supervivencia.

La Madre confía a Sor Teresa a una comunidad religiosa y exhorta a las otras dos a procurarse el pan cotidiano asistiendo a los enfermos y velando a los muertos. Este pan amargo hace que Sor San François Xavier se canse y se marche. Sólo queda Sor San Joseph, que la Madre, para elogiar su fidelidad, llamaba mi monaguilla.

Ella, que había estudiado mucho en su juventud, ahora a la edad de setenta años consiguió el diploma de:

Mujer que hace de todo

“Por la mañana me siento muy cansada, no obstante voy a Misa, aunque por esto tenga que comer más tarde.

Cuando me veo obligada a ser mi cocinera, mi camarera, mi secretaria y mi portera se me va un tiempo considerable y me canso hasta tal punto que se me quita el apetito. Es una cruz grande y pesada que llevo a menudo. ¡Bendito sea el Señor!; de esta forma expío las muchas comodidades de mi vida pasada”.

Como desgraciadamente sucede en la vida, a las contrariedades, ciertamente le siguen las burlas.

“Ayer me contaron que hace tiempo el Superior de Citeaux en París se había divertido mucho a cuenta mía. Si lo hizo, tuvo que haber sido provocado. Yo no le doy ninguna importancia y me río de estas pequeñeces. Ríe bien quien ríe el último. En el valle de Josafat veré a todos los que ríen, a los que se burlan de aquello que no conocen, y a los que han querido conocer, examinar y estudiar a fondo lo que se censura con tanta ligereza; allí veré especialmente al Cura de Ars y al Santo Padre Pío IX. Confieso que solamente estas aprobaciones de personas competentes me han recompensado de los vulgares ultrajes prodigados por toda esta gente que no se avergüenza en absoluto de insultar a una mujer sola, que según ellos no puede tener razón ya que las cosas no le salen bien.

Yo encuentro un gran consuelo en decir de corazón el Padre Nuestro todos los días, y lo repito: creo que los demás tienen más necesidad de compasión que yo”.

Gracias a Dios, en su incruento martirio, no le falta la alabanza y el ánimo de almas nobles.

“Las personas respetables que me orientan no dudan en absoluto de que yo me encuentre en el camino justo y seguro, y ellos, sin saberlo, están perfectamente de acuerdo; todos querrían que quitara y rompiera ciertas telas de araña que en este momento tanto dañan nuestro trabajo. Sin embargo, si es posible, yo preferiría domesticar las arañas antes que matarlas”. Esta expresión tan simpática nos recuerda a la del papa Juan: “si para resolver un problema tuviera que matar una hormiga, estad tranquilos: yo no la mataría”.

De tanto en tanto un rayo de luz rompe la monótona ne­blina:

Es la fiesta de un chico, al que ella invita a su mesa, que es pobre pero tiene calor familiar. “Un pobre chico, que nos vimos obligadas a mandar a casa a causa de su comportamiento, ha venido a vernos porque tiene unos días de permiso y nos ha abrazado feliz y contento de volvernos a ver. Con mucho gusto le hemos invitado a comer para demostrarle nuestro afecto. Quería quedarse algunos días, pero como no estaba solo sino que lo acompañaba un pequeño bribonzuelo, mayor que él, por prudencia no hemos aceptado. ¡Pobres chicos! Sería bueno que pudieran volver de vez en cuando a la colmena. Tengo en proyecto preparar un centro donde puedan permanecer hasta que se defiendan por sí mismos”.

El alma de la educadora está siempre vigilante.

“Hace unos días encontré a un pobre chico que había estado con nosotros en Aulnay, transportando plantas de estelaria para pájaros; estaba sucio y andrajoso; vivía cerca de noso­tros. Su presencia es una prueba de la necesidad de tener a los niños hasta la mayoría de edad y de no aceptarles si son incorregibles.

Este chico había sido perezoso y huidizo, yo lo considero poco responsable. Me reconoció y vino a abrazarme. En este momento no sabría qué hacer por él; si puedo hablaré a uno de los Vicarios de la parroquia que me parece muy caritativo. ¡Dios mío, Tú puedes lo que no puedo yo. Cambia los corazones si es tu Voluntad!”.

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