martes, 17 de mayo de 2011

113.- Esta unión no se hará ni ahora ni nunca

6 de Noviembre de 1877.

“Señor superior, es evidente que una simple carta no puede ni debe concluir este asunto tan importante que usted propone. Con mucho gusto le entregaré nuestras Consti­tu­ciones en la próxima visita, visita indispensable si queremos entendernos; a estas Constituciones están unidos los preciosos beneficios y es mi estricto deber conservarlos; usted verá si su obra puede aceptar estas Constituciones.

Me he expresado muy francamente. Señor Superior, tenga la bondad de notar que no limito ninguna de sus ideas y no le pido ninguna concesión. La fusión solamente sería conveniente en caso de que nos apoyara sin hacernos desaparecer y nos ayudásemos recíprocamente sin confundirnos. Usted no tiene necesidad de nosotras para ir adelante, y nosotras sin embargo, tenemos paciencia y ánimo esperando extendernos cuando Dios quiera. No queremos que esto suceda antes de que lo quiera Roma, que se pronunciará sobre este Instituto después de haber examinado hechos concretos.

Roma verá nuestra perfecta sumisión a su suprema dirección, porque nosotras, al depender directamente de ella, queremos proceder bajo su mirada, siguiendo así el deseo del Sumo Pontífice, deseo expresado sin sombra de duda en su admirable Breve dirigido a todos los obispos católicos en 1856. Breve bastante lejano de las ideas que ahora le quieren atribuir. En 1856 tenía ya cuatro aprobaciones episcopales, el apoyo de varios fundadores, y las bendiciones proféticas y reiteradas del venerable Cura de Ars. En 1863 recibía directamente con las órdenes y favores del Sumo Pontífice, la vida de este Instituto; las largas pruebas ocultas ya me habían preparado a las pruebas evidentes que se sucedieron sin tregua desde aquella época.

Todas estas dificultades, que desde el principio me han causado grandes dolores morales y también físicos, continuamente han producido en mí la resignación, la esperanza y la alegría, porque la gracia divina me ha hecho morir totalmente a mí misma. Especialmente desde hace quince años ya no vivo para mí y no me considero, literalmente, nada. Por tanto, ahora vea, señor superior, lo que crea que tenga que hacer y tenga la bondad, por la verdad y la justicia, de no considerarme absolutista y cabezota en mis ideas, sino firme en una línea de conducta sin ilusiones falsas, ya que ella ha sido siempre confirmada por la legítima autoridad”.

¡Esta unión no se debe hacer ni ahora ni nunca! ¡Y no se hará!

Madre Le Dieu está matemáticamente segura de que su proyecto, que lleva en el ánimo desde hace medio siglo, se realizará; pero no nutre la misma confianza por su comunidad a la que ve bastante claudicante.

Toda su esperanza irradia de la Eucaristía, que para ella es también viático en su peregrinación terrena. Es muy significativo este episodio que sucedió en Aulnay la mañana de Navidad de 1877: “Como el párroco distribuía la Santa Comunión a las seis y media, me levanté hacia las cinco y, dejando a nuestra gente en brazos de Morfeo, me dirigí a la Iglesia. Paseé a la luz de la luna hasta casi las siete y luego seguí al maestro del pueblo que venía corriendo a tocar el Ángelus. Confieso, con un poco de egoísmo, que me sentí feliz de encontrarme la primera en la fiesta de la aurora. El sacristán vino a romper mi alegría tocando el Ave María. Ya había hecho tres toques de campana, cuando le pregunté si era él el encargado de tocar dos veces el Ave María en esta solemnidad: no había oído el primer toque. Esta llamada quizá sirvió para que finalmente viniera el párroco, que viéndome a los pies del altar donde estaba haciendo la comunión espiritual pensando que no podía comulgar sacramentalmente, abrió el Tabernáculo y así recibí a Jesús, totalmente sola”.

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