martes, 31 de mayo de 2011

123.- Vivo yo, pero no soy yo

A mediados de octubre de 1880, la Madre todavía está en París y se mueve por la ciudad en compañía de Sor San Joseph, que comparte las muchas oraciones, el poco pan y el excesivo cansancio.

“Nos paramos en la basílica de S. Dénis con el corazón agradecido, luego tomamos enseguida el tren para ir a comer a París, porque la persona a quien quería ver no estaba. Cogimos dos céntimos de pan y algunos céntimos de fiambres, que comimos sin una gota de líquido, y volvimos a casa hacia las siete.

–¡Pasar todo el día sin beber, madre mía!

–¿Y no piensa, querida hija, que esta mañana hemos bebido usted y yo la Sangre del buen Jesús?

–¡Ah, es verdad!”.

Este episodio desvela el secreto de una existencia. Su vida eucarística nos explica su sublime identificación con la voluntad de Dios. Aún cuando las horas de la noche son más oscuras, ella conserva el querido fiat en toda su fuerza y en la sinceridad más perfecta.

También ahora, que se encuentra en el ojo del huracán, tiene tanta esperanza en la confirmación de su Obra, que se permite el lujo de pensar en las misiones extranjeras. “Ayer el señor H. me dio un programa de la colonia de Port Breton. Él organiza todo por su cuenta y después me invita a ocuparme de esta Obra.

Hablaré con el párroco de la Virgen de la Victoria y con el P. Petitot; es un tema muy importante para nosotras y está en los designios de Dios.

Las condiciones parecen óptimas y ventajosas. Yo no temería arriesgar mi vieja piel, si encontrara una ayuda, aunque siempre me sienta llamada a poner el centro de la Obra en Roma donde está la Sede Apos­tólica. Quisiera tener asegurado el servicio religioso para las nuevas casas de Francia. Así yo estaría tranquila; confío a Dios la misión como todo lo demás”.

Durante la novena de Navidad de 1880 la pobre mártir experimenta también una fuerte tentación contra la fe. “¿Por qué no referir aquí un pensamiento probablemente fruto de un tiempo negativo, que me acosaba el mes pasado? Nunca se me había pasado por la cabeza, y me ha hecho sufrir mucho. Entonces comprendí la tentación de San Francisco de Sales. Me pareció que ya no creía en el buen Jesús ni en la Santísima Virgen y que en realidad nunca habían existido.

Me preguntaba: ¿qué significado tienen entonces todas las Iglesias, todas las imágenes piadosas? No sentía nada, absolutamente nada, solo el sufrimiento de tanto vacío. No obstante he seguido recitando las oraciones de costumbre, y recibiendo la Santa Comunión. Deseaba ardientemente ser liberada de estos tristes pensamientos y no creía que todo esto pudiera acabar. En fin, no sé cómo, pero todo se ha disipado; la dulce fe ha vuelto, y doy gracias a Dios”.

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