miércoles, 6 de abril de 2011

77.- Con la miseria somos cuatro

Se podría pensar que son tres las que forman la comunidad:

Madre Le Dieu, Sor San Paul y Sor San Michel, sin embargo son cuatro, porque se ha añadido otro miembro que no quiere absolutamente separarse de ellas; es la santa miseria que no se aparta de su lado ni siquiera por una hora.

En el diario se lee: “Durante cuatro meses hemos vivido de lentejas y alubias del año pasado; desde hace unos días tenemos algunos higos del huerto que salieron casi a la fuerza; tenemos algún racimo de uvas, también míseras, porque las pocas cepas no han sido cuidadas. Una mujer nos ha traído un plato de cerezas; no hemos comprado nada, contentas de tener pan. El buen Dios nos manda un cestito de uvas por una persona que nunca nos había dado nada; aceptamos con agradecimiento las pequeñas y grandes ayudas que nos llegan”.

Ya que la Providencia no resolvía todos los problemas, me vi obligada a recurrir a la venta de objetos: “He hecho un nuevo sacrificio; lo comento porque es una pequeña piedra del edificio que el Señor parece pedirme. Para procurar el pan he mandado vender o empeñar muchos objetos, entre ellos el vestido de novia de mi tatarabuela paterna, un precioso damasco bordado, cosa inútil para mí, pero de gran valor para los entendidos. No sé qué sucederá, pero mi corazón expía ahora aquel poquito de vanidad o de complacencia demasiado natural que quizá he probado en conservarlo y en mostrarlo a los demás.

Sí, Dios me pide todos estos recuerdos de mi familia, tan preciosos y queridos como todo lo demás, y yo he cantado de nuevo: ¿para qué llorarles, alma mía? Llegará el día en que tengamos que dejarlos. Desgra­ciadamente de los 1.500 francos que valían, la religiosa encargada de gestionarlos no logró sacar ni cinco céntimos: por suerte volvió con cuarenta francos que le ofrecieron tres personas”.

Otra vez, para restituir un préstamo, tuvo que afrontar un nuevo sacrificio. “Tenía tres objetos para mí del todo inútiles, pero justamente muy queridos: el anillo de compromiso de mi madre que mi padre había llevado siempre desde su muerte, un anillo con un poquito de pelo de mi hermano mayor y un dedal de oro de mi madre, que su hermano más querido le había regalado siendo todavía niña; desde la muerte de mi madre nunca me había despojado de aquel dedal, sin embargo, ya había cambiado dos sin ningún pesar. La necesidad de pagar la deuda, y especialmente de marchar, me hicieron ceder estos recuerdos casi sagrados de personas tan queridas.

En un primer momento me hice fuerte, se trataba desgraciadamente de una necesidad. Pero cuando luego me encontré sola en la Iglesia para rezar fervorosamente, me pareció que el corazón se me rompía, como nunca me había pasado; me dirigí a estas personas tan santas y nobles: padre, madre, hermano que tanto me han amado y a los que he correspondido con el mismo amor. Los he invocado para que, si Dios quiere, me ayuden y me hagan fuerte en esta prueba. Mi corazón estaba emocionado y las lágrimas me oprimían”.

Las privaciones no le hacían olvidar a otros que creía más necesitados que ella: “Durante una visita a la capilla de las Carmelitas metí en el cepillo los dos últimos céntimos que me quedaban y, aunque estaba cansada, tuve que ir y volver a pie por no tener con qué pagar la carroza. En este momento Dios provee el alojamiento y el alimento; sólo tenemos que rezarle, amarlo y obrar por Él”.

Lo que más hacía sufrir a Madre Le Dieu no era tanto la incomodidad material cuanto la espiritual.

“Ayer, durante la visita al Tabernáculo vacío, pensaba que si estuviera allí todavía el buen Jesús no lo habría dejado para ir a Roma, y que Él, momentáneamente, se había retirado para darme esta posibilidad”.

Cada vez que piensa cuándo y cómo el buen Jesús fue quitado del Tabernáculo se le rompe el corazón.

Desde octubre de 1873 a octubre de 1874, Madre Le Dieu vivió una vida errante, que definiríamos de mendicante si no nos lo impidiera aquella nobleza de trato y aquella fuerza del Espíritu que se irradia suavemente de su comportamiento. La sonrisa que anuncia la paz interior no es en absoluto oscurecida por la miseria más negra.

Entre las angustias, que se suceden con el ritmo de las horas, la santa mujer lleva dentro una gran luz.

“Ahora parece que nos faltan todas las ayudas humanas, ¿pero no es quizá en casos parecidos cuando he recibido las mejores gracias?

La gracia de una paz constante y confiada no me abandona nunca, ella constituye mi vida. Quizá Dios nos llama a escavar una de las fuentes de gracias reparadoras que nadie podrá desecar.

Y doy gracias a Dios que me sostiene en esta idea sin ninguna incertidumbre. Sí, os doy gracias sinceramente, Dios mío, os ruego me conservéis la calma y la voluntad decidida de serviros y haceros amar, aunque esto me tenga que costar la vida, y, lo que es peor, el martirio de las contradicciones cotidianas como estoy probando desde hace tiempo, no importa dónde yo esté, no importa a causa de quién”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario