viernes, 15 de abril de 2011

83.- Dos espiritualidades se confrontan

En 1874 Madre Le Dieu tuvo la suerte de encontrarse con uno de los mejores hijos de la Iglesia francesa. Éste era Mons. Mauricio La Sage d´Hauteroche, Conde de Hulst, que dejó un buen recuerdo en la historia de la Iglesia y en la literatura francesa. Fue un conferenciante de excepción que sucedió a Monsabré en Notre Dame y fue rector de la Universidad Católica de París.

Cuando recibió a Madre Le Dieu sólo tenía 33 años, pero ya tenía mucha fama. Fue capellán en Sédan, en el momento de la capitulación, y atendió a los heridos con una caridad heroica.

Con una dialéctica que nada perdonaba y nada tenía que hacerse perdonar, había defendido a la iglesia en la Cámara de los Diputados.

Mente iluminada que sabía asimilar lo que de bueno y verdadero ofrecía el liberalismo, pero sabía rechazar con extraordinaria energía el agnosticismo y el hedonismo burgués. Mente moderna que combatía con fervor la indiferencia, la incredulidad y el odio antirreligioso, florecientes en los disturbios políticos, que en aquella época se aproximaban. Mons. de Hulst leía muy bien no sólo en los libros sino también en el rostro humano, por eso, cuando vio ante sí a aquella anciana religiosa, que se presentaba como una mezcla extraña de nobleza y de miseria, la escrutó hasta el fondo. Madre Le Dieu, que podría ser su madre e incluso su abuela, no se dejó impresionar por aquella mirada hipnotizadora que sentía y que la escrutaba dentro. En aquel joven Monseñor resplandecía su ser como sacerdote en toda su dignidad y creaba aquel clima en el que la anciana religiosa se sentía a gusto. Monseñor intuyó que en aquel general sin ejército brillaba un heroísmo en la derrota, y en los diversos signos de nobleza decaída se anunciaba la riqueza del Evangelio vivido. Nada más empezar a hablar comprendió que aquella testarudez estaba fundamentada en la esperanza y que la obstinada anciana consideraba realmente secundario lo que estaba en segundo lugar: ella confiaba sólo en Dios.

El diálogo entre estas dos almas grandes es de muy alto nivel, aunque sí su tono dramático nos invita a ver la imagen de un duelo enfrentado entre dos habilísimos caballeros.

“Esta mañana, cansada por una doble carrera, y no teniendo otro tiempo disponible, he ido al Promotor.

–Ya sabe lo que he escrito, me ha dicho el Arzobispo, firme en sus ideas, que no la recibirá; ya tiene muchas comunidades a sus espaldas y no puede ocuparse de la suya. En las condiciones en las que está, esto es imposible.

–Yo no he dado ningún paso, dije con toda serenidad, he confiado al arzobispo de Rouen este asunto que me ha traído hasta aquí, es decir recuperar mis bienes. Su Eminencia se ha interesado, pero como no ha sido suficiente su intervención, me dirigí al Nuncio que se encarga de llevar la causa a Roma.

No cabe duda de que para los asuntos de la justicia se ocupa la Congregación de los Obispos Ordinarios; esto requerirá la investigación de nuestra situación, que es lo que deseo. Lo que me trae a usted, añadí, es ver si en los planes del Arzobispo existe la posibilidad de encontrar un modesto asilo en los suburbios de París.

Ah, dijo, se necesitan religiosas para escuelas, pero ésta no es su obra.

–No rechazaremos esta obra, porque podemos prestarnos a todas las obras de apostolado.

–Vosotras habéis sido florecientes, pero luego habéis decaído y ésta parece ser la prueba de que Dios no quiere vuestro Instituto, tan reducido en este momento.

–Monseñor, eso se puede recuperar, ya que tenemos todas las facultades y las promesas más inalienables de los testigos de Dios.

–¡Ah!, continuó, el Santo Padre bendice todas las buenas intenciones. Basta que haya personas medio locas que vayan a verlo, para que diga “muy bien” a todo lo que pidan. Pero cuando los obispos ven que es imposible, que faltan medios, no están obligados a aceptar las buenas intenciones.

–Muy bien, Dios nos ha dado todas sus gracias con una amplitud que para nosotras no tiene límites. Iremos adelante, y aún después de mí se seguirá adelante. Quizá Dios sólo quiera esto de nosotras, pero ciertamente lo quiere. El párroco de San Sulpicio, que me había aconsejado abrir una casa en París, me dijo que no podía conseguirlo por las advertencias que se ha­bían hecho en contra nuestra. Dios lo ha permitido, yo estoy perfectamente tranquila. En la espera sufriremos con esperanza.

Entonces le dije algunas cosas sobre cómo habíamos pasado el invierno; se conmovió varias veces y me hizo comprender que, si hubiera dependido de él, hubiera vuelto sobre sus decisiones; parecía muy turbado al verme tan serena. Pero quizá en este momento Dios no nos quiere en París, porque se podría atribuir este acontecimiento a la intervención del Promotor.

Sin embargo, no haré nada que me permita quedarme, aunque yo no cuente en absoluto.

Dije, concluyendo, que si mi director no me encomendara continuar las gestiones para la fundación de esta Obra Reparadora le pediría entrar en la Con­gre­gación a la que usted tiene predilección. Pero tengo que seguir adelante, por eso rece por mí y me bendiga.

Visiblemente emocionado me bendijo, y al despedirme murmuraba: ¡este Obispo!”.

La fuerte normanda se había quedado insensible, mejor dicho, no se había sentido dolida por los argumentos de aquel honesto Monseñor, por eso, como para desintoxicarse, fue a ver a su padre espiritual, Padre Petitot, que era muy enérgico.

“Le confié que Mons. Hulst intentaba persuadirme para que entrara en alguna congregación donde podía igualmente pedir justicia. El buen Padre, muy sorprendido, me dijo vivamente:

–Nunca he tenido una idea parecida. ¡Abandonar su camino porque Dios la prueba! Siga hasta el final y no piense en eso absolutamente.

–He dicho, el final, y esto es hasta el final del mundo.

–Es verdad, dijo sonriendo, adelante y ánimo.

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