domingo, 17 de abril de 2011

85.- Tercera parte del diálogo sin medias tintas

En agosto de 1874 se desenvuelve la tercera y última parte del diálogo entre una noble normanda y un brillante Monseñor.

“Me acerqué al Arzobispado; me presenté al Abad de Hulst, desde hacía poco Vicario General y director de todas las obras.

–Reverenda Madre, el Consejo General se ha pronunciado sobre vosotras; vuestra Obra es muy bonita, se la podrá ayudar, pero Su Excelencia no quiere recibiros personalmente. No se puede pensar en una religiosa apoyada en otra que está enferma y que no tiene ni cinco céntimos.

–El párroco de St. Médard, respondí tranquilamente, se sorprendió de que el Consejo se haya ocupado del asunto antes de hacer un serio estudio, que consideraba oportuno para sí y para nosotras.

–Dígale que se podrán llevar a cabo sus planes, pero no con ustedes; ustedes no tienen medios.

–Que sea lo que Dios quiera; para mí es lo mismo trabajar en París o en otro lugar. Bendígame de nuevo, Señor Vicario General, y me arrodillé. ¡Qué raro!, dijo.

–No. Yo le pido con fe su bendición; más adelante verá lo que ahora no conoce.

Me bendijo muy emocionado como la vez anterior. ¡Estoy segura de que él ve en mi empeño y en mi paciencia algo que no es precisamente testarudez!”.

Aquella alma generosa, que vivía de la fe y actuaba sostenida por una fuerte esperanza, tuvo que recordar a Monseñor la imagen de su hermana religiosa de la que él mismo había escrito su biografía. Aquel espíritu de Esposa de Jesús estaba allí delante de él y cantaba en medio de las dificultades. La emoción se dibujó en su rostro y Madre Le Dieu advirtió en él una bondad maternal.

Desde el Arzobispado fue a visitar a la marquesa de Aulan, de la que admiró la sencillez de su persona y de su casa. Sin embargo, en el cuaderno anota: “La pequeña baronesa estaba todavía en cama entre almohadas adornadas con bordados y con cintas.

Al médico que la atiende no le parece oportuno desentenderse de ella y le aconseja que se recupere bien. Con el tiempo tan espléndido que hace, esto la entristece. ¡Pobres mujeres del mundo, empeñadas en tomarse el pulso! También yo lo he pasado y sé que la fuerza y la energía contribuyen mucho a la salud; si no hubiera tenido pérdidas de sangre nunca me hubiera creído enferma y tuve que someterme por un tiempo al médico; pero hasta que se pueda hay que contentarse con una cura razonable y hacer a menos de estos señores mé­dicos”.

Hacia la mitad de este mismo mes de agosto de 1874 encontramos a Madre Le Dieu en Lourdes.

Claro que la Salette, donde la Virgen la ha curado y le ha dado el mensaje de la reparación, ocupa el primer lugar entre sus santuarios marianos, pero Lourdes también tiene para ella su fascinación.

La Fundadora quería abrir allí, a los pies de la Virgen, un orfanato, un seminario eucarístico y un noviciado y comenzó las gestiones con mucha esperanza, apenas su antiguo amigo Mons. Langénieux fue consagrado obispo de Tarbes, diócesis a la que Lourdes pertenece.

En septiembre del año precedente, no pudiendo participar en la peregrinación, en su lugar mandó una oración poética que el superior de los Misioneros depositó en la gruta. Entre otras invocaciones el texto rezaba así:

Gruta de Massabielle,

repetidle mis suspiros.

Tengo una inextinguible sed de almas

para llevarlas a mi Dios.

Quisiera que su hermoso amor

doquiera abrasara.

Pero antes de otra cosa,

bien sea riqueza que pobreza,

nada quiero hacer

que la Santa Voluntad.

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