viernes, 8 de abril de 2011

79.- Invierno cruel para las olvidadas de Dios

En enero de 1874 Madre Le Dieu escribe al cardenal de Rouen: “Dios me concede la esperanza, la paz y también la alegría en las pruebas incesantes desde hace diez años”.

Algún día antes, sin embargo, el célebre Padre Hamón le había dicho con gran franqueza: “En la Curia de París les han prevenido en contra suya y no logrará establecerse en esa ciudad.

Usted ha estado ya en muchas diócesis: en Marsella, en Coutances; en todos los sitios ha sido considerada una persona con buenas intenciones, pero incapaz de mantener una obra estable. Su Obra es excelente, puede realizarla en otros Institutos que tengan una base sólida; usted no tiene noviciado y por tanto no puede seguir adelante”. “Yo escuchaba con mucha tranquilidad y de igual manera respondía; fácilmente imaginé quién le había hablado así y él me lo confesó”.

Esta versión del Padre Hamon explica muy bien la causa de tantas incomprensiones, pero los golpes, aún cuando se dan con palo dulce, son igualmente amargos.

La esperanza de Madre Le Dieu ilumina su rostro cuando se apagan las luces de todas las esperanzas humanas. Ella espera en Dios y desconfía de las observaciones de los hombres, por eso no se hace ilusiones.

Al inicio del nuevo año de 1874, escribe: “Nada es imposible para Dios, pero confieso que en las condiciones en las que nos encontramos, nuestro proyecto debe parecer verdaderamente absurdo”.

En el mismo mes de enero escribe en su diario:

“Veré al arzobispo de Rouen, veré también si es necesario al Nuncio Apostólico, y al Abogado para que defienda nuestros intereses, si después de todo no logramos nada seguro, probablemente me veré obligada a dejar París, pero sin saber a dónde ir ni qué hacer. Sólo Dios lo sabe y yo no tengo la mínima preocupación, ni siquiera la sombra de la preocupación. Es evidente que esta disposición que tengo no es absolutamente natural, teniendo en cuenta que no tengo nada de lo que antes me daba seguridad. Muy a menudo me levanto y me acuesto sin calor, con las manos y los pies helados, en una cama fría. Sin embargo, mi alma se alegra en la paz”.

Un Padre armenio, viéndola en estas condiciones tan lamentables, exclama: “He pensado que si yo fuese usted, ante el fracaso, me retiraría a una hermosa comunidad para dedicarme sólo a la oración”. “No, usted no lo haría. Si como yo hubiera recibido del Santo Padre la orden de trabajar hasta el final, no pensaría así. Él se emocionó y, con mucha devoción, me dio la bendición que le pedí”.

El 15 de enero escribe en su cuaderno personal: “Ayer me recibió el arzobispo de Rouen, cardenal de Bonnechose, que me acogió con la misma benevolencia que la primera vez, y me dijo que como Arzobispo metropolitano él mismo se habría encargado de hacer llegar al obispo de Coutances mi petición, y si no me hubiera quedado satisfecha me podría dirigir al Papa; me dijo que, cuanto antes, le presentara la súplica y de nuevo bendijo el camino indicado por el Rescripto del Santo Padre”.

Pero aquel rayo de sol que ha perforado las espesas nubes pronto se apagará.

“Esta mañana he retomado nuevamente las grandes caminatas, como las de ayer, pero con más fatiga por el mal tiempo y las calles resbaladizas. De nuevo he visto al Padre Hamon, el cual me ha dicho explícitamente que el arzobispo de París había pedido información a los obispos de Coutances y de Fréjus y al recibir su contestación estaba decidido a no recibirme en la diócesis. Era natural que la cosa hubiera terminado así”.

El invierno de 1874, más que crudo fue cruel para nuestras olvidadas de Dios.

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