jueves, 14 de abril de 2011

82.- Lleva a Jesús a un anciano enfermo y lleno de miserias

Madre Le Dieu, que normalmente en su diario escribe las noticias escuetas, se explaya describiendo en varias páginas la conversión de un pobre anciano, privado de afecto y lleno de miserias.

“Dios, ten piedad de todas las miserias, especialmente de la que tenemos ante nuestros ojos en la casa donde habitamos. Al día siguiente de llegar aquí me he encontrado con un anciano que no ha contestado al saludo. No hice caso, pensando que se tratara de algún huésped pobre como nosotras.

Ayer nos han dicho que es el tío del dueño de esta casa y que, a consecuencia de una caída, ha enfermado seriamente.

Me he informado sobre sus ideas religiosas. ”No es por cierto amigo de los curas”, me respondieron. Éste es un motivo más que nos empuja a ayudarlo”. El P. Robillard le dice: “Aquel desgraciado es mi primo, pero me detesta y me injuria y, más aún, injuria a Jolicler, es un gran impío; no creo que logre hacer que se confiese”. “Nosotras haremos todo lo posible rezando y velando día y noche para salvar esta alma”. “Hágalo, buena Madre, aunque será imposible”.

“Pero nosotras por lo menos habremos demostrado nuestro interés”. ¿Cómo acercarlo? Nos hemos ofrecido para lo que necesite; nos lo agradecen pero no aceptan; insistiré y rezaré.

Ayer me presenté muy amablemente, contra el parecer de los que pensaban que nos rechazaría, tanto por las condiciones de la chabola como por el rechazo que el pobre anciano tiene hacia las personas de iglesia. Contra toda expectativa, mi gesto fue bien acogido por el enfermo. Amablemente me dijo: ”Hasta luego”. Y dos horas después me llamó para que lo cuidara por la noche.

Notamos que cada vez se iba fatigando más y escupía sangre abundante. Como temíamos que se tratara de la rotura de un tumor interno o cualquiera otra cosa grave llamamos al médico. El médico nos tranquilizó pero nos exhortó a avisar a la familia.

Me levanté hacia las diez y volví a la cama pasadas las doce, dejando a una religiosa con el enfermo. Aunque he estado de pie desde las cuatro de la mañana, no tengo más sueño ni más cansancio de cuanto he tenido en estos últimos días. El enfermo me ha hablado de la religión como quien no la conoce en absoluto; pero no ha puesto ninguna objeción a mis razonamientos y creo que llegaremos a prepararlo mejor de lo que se esperaba.

20 de julio de 1874. Esta mañana he llevado a la habitación del enfermo agua bendita y una medalla de la Virgen de Lourdes; él cogió la medalla y la tuvo en la mano durante un rato. Llegó un sobrino suyo y se maravilló de verlo tan sereno con nosotras. Pronto le hablaré del sacerdote. Otro obstáculo: su hermana que acaba de llegar no quiere que se le hable del cura; esperaba encontrar su ayuda, pero ella piensa que la enfermedad no sea grave. Volví a ver a su primo, que se quedó sorprendido de saber que el enfermo nos mira con buenos ojos. ¡Dios mío, danos esta alma!

21 de julio de 1874. Ayer vino su primo; el enfermo lo recibió como familiar, pero como cura lo asaltó con injurias y blasfemias. Por su parte el criado, que es un sectario, se ha enfurecido y va gritando: “¡Han dejado entrar a un cura! Había prometido a este hombre que los mandaría a todos fuera como hice yo cuando estuve enfermo; lo matarán; no quiero cuidarlo; no respondo de lo que pueda pasar; yo quería mucho a este pobre viejo, mi religión es la estima por la vejez”. El enfermo ha tenido gestos de amabilidad hacia mí; quería hacerle un pequeño servicio y me ha dicho: “No se moleste, no se moleste”. Hasta aquel momento parecía que nunca había hecho caso a cuanto hacía por él. Es necesario aumentar la oración porque el diablo está haciendo su labor. Dios mío, danos la alegría de verlo volver a Ti, bendice nuestra presencia con este prodigio que nadie de los que lo conocen puede esperar.

Lo he recomendado a la oración de 16 Congre­gaciones religiosas.

Su serenidad asombra a cuantos lo conocen. Ésta, creo que sea ya una gracia, porque según sus costumbres debería imprecar todo el día, sin embargo, no le he oído ni un solo despropósito. Un familiar suyo temía que los de su secta intentaran adueñarse de él al menos después de la muerte. Sólo Dios sabe lo que puede pasar, incluso a nosotras; en cuanto a esto yo estoy tranquila y pienso que seríamos verdaderamente afortunadas si podemos trabajar y morir por el Señor. En este momento me dicen que el enfermo acepta con agrado la confesión; no debemos impacientarnos por nada, cuando sabemos que es el Corazón de Jesús quien se encarga.

Después de tantas oraciones y tantos cuidados inesperadamente llega un comentario: “Es más fácil que se convierta un pecador encallecido que una beata. El buen Jesús, la Verdad misma, ha dicho muy claramente que los pecadores y las mujeres de mala vida entrarían en el reino de los cielos antes que los fariseos. El publicano fue justificado y el fariseo condenado no obstante sus buenas obras. Por eso esperamos lo mejor para este pobre anciano educado en los errores del último siglo. Dios, que a él le ha dado menos, también le pedirá menos”.

En julio de 1874 en París, la Madre asiste consternada a una escena muy extraña, que describe alternando expresiones piadosas y estremecedoras. La transcribimos porque ella, en su inmediatez, experimenta que la salvación de las almas constituye el pensamiento dominante, mejor, la pasión dominante de Sor Le Dieu:

“Caminaba sola, porque la religiosa que me acompañaba se había quedado para hacer las compras, cuando pasé cerca de una mujer fatigada que se apoyaba en un hombre muy joven. La pobrecilla se agachaba exhausta sin dejar de gritar. Pensando que sufría una crisis nerviosa me paré para ayudarla, cuando la vi que se levantaba. Había dejado en el suelo a una criaturita quizá ahogada porque no daba señales de vida. Pedí un poco de agua al menos para bautizarla bajo condición, pero no la encontraron. Una mujer que se había acercado con otras personas recogió a la criatura en el delantal diciendo que estaba muerta y que era necesario llevarla con su madre a un café cercano mientras venía un guardia.

Me retiré muy disgustada por no haber encontrado una gota de agua; en aquel momento en el arroyo sólo había un poco de barro negro. Aquello me emocionó y me sorprendió porque era la primera vez que veía una criaturita tan pequeña. Ha sido cuestión de un momento, sin embargo, me disgusta no haber insistido para mojar la pequeña cabecita: Pensé que estaba muerta; si hubiera hecho el más pequeño movimiento la hubiera bautizado; sin embargo siento dolor en mi corazón por no haber insistido. Y su madre ¿qué será de ella?, ¿quién era? No lo sé, hay que rezar sobre todo por ella”.

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