domingo, 3 de abril de 2011

74.- La jauría de los acreedores furiosos

Apenas volvió a San Maximino, la Madre fue asaltada por los acreedores famélicos. A falta de dinero buscaron hacerse con lo que pudieron. La maldita hambre del oro nivela las clases mejor que cualquier partido político: se convierten todos en plebeyos.

“El doctor se quedó como garantía el piano que le habíamos prestado. El comerciante de telas dijo que se conformaba con tener en depósito algún mueble; insensible a la protesta de que todavía nos servían mandó a tres hombres para llevárselos.

Tuve que entregar el escritorio y el bufete de mi padre con dos sillas tapizadas, los muebles más bonitos de la casa. Visto esto, una persona fue a decir al panadero: “Vaya a que le paguen, buen amigo, vaya enseguida, si no quiere perder todo”.

Una segunda persona, igualmente de buen corazón, se dio prisa a advertir a otros acreedores. Sólo llegan dos mujeres, la panadera y la carnicera, van a buscar a los peritos y no quieren dejar el mobiliario en nuestra casa bajo llave ni un día más; parecen fieras: tiran todo, para elegir lo que les gusta, quitan cortinas, etc. y después de escoger durante al menos seis horas, se van triunfantes con el botín. El Señor me ha concedido la gracia de no perder la paz y la alegría interior ni por un instante y de compadecer a aquellas pobres criaturas más que a mí misma.

La cama, que la ley me concedía, es lo único que quedó en la casa después del último saqueo. Esta cama no la hemos encontrado... aún tenemos derecho de reclamarla; ¡no se habrá evaporado! ¡Qué pena siento por los que actúan injustamente! ¡Cuánto agradezco a Dios por haberme dado la generosidad y la prudencia! Sí, lo que nos ha tocado vivir es hermoso. Y con la gracia de la perseverancia, las verdaderas bienaventuranzas un día serán nuestras. Hemos encontrado y tomado de nuevo algunos restos de lo que quedó, he aquí la palabra justa; porque aquellos preciosos grabados, que no podían servir a nadie, han sido arrancados de sus marcos, que también han sido embargados.

Todos los utensilios de nuestra capilla, estatuas, vía crucis, como también paramentos religiosos, hasta purificadores y corporales, todo se lo han llevado o adjudicado al precio más bajo por quienes no deberían haberlo cogido sino para guardarlo para nosotras... Ahora hacen una bella exposición. He visto nuestra preciosa y dulce Virgo Fidelis, que se pudo ver en mi primer santuario, que había brillado en el segundo y nos había seguido en la casa del sur. El anónimo calumniador (que se ha apoderado de muchas otras cosas), la ha dejado en el presbiterio de San Maximino. Está honorablemente colocada en su pedestal en la sala del cura actual. ¡Ojalá que nunca llegue a ser profanada. Quizá algún día nos la restituyan!

Para asegurarse de que donde yo había guardado nuestros vasos sagrados no hubiera alguna cosa de valor, han roto los sigilos con los que yo había cerrado las cajas. Hemos recuperado nuestras cruces de la profesión. Una de estas cruces la llevó dignamente nuestra querida Sor San Joseph, que con valentía ha bebido el cáliz de la primera persecución. Las otras han sido vilmente depuestas por las hermanas, una por envidia, otra por insensatez, otras en la noche para seguir malos consejos que han dado buen fruto. ¡Ojalá que estas pobres cruces puedan decorar en el futuro sólo corazones generosos y perseverantes!

Hoy repito lo que he dicho siempre; antes preferiría la muerte de la Obra que personas tristes. No hay nada que pueda hacer tanto daño. Hemos tomado nota exacta de lo que falta por pagar a nuestros proveedores. La venta a subasta nos ha costado tanto, que quedan pérdidas (de casi 1.200 francos). Si hubiéramos sabido cuándo se hacía y cuánto iba a durar, hubiéramos venido a poner fin. Sólo puedo repetir: “Dios lo ha permitido”.

En este momento la casa está todavía desierta. No vive nadie y se está estropeando, sin producir nada a su propietaria. Los gastos que allí hemos hecho no han servido para nada. ¡Si esta pobre señora nos la hubiera dejado gozar, sin duda, hubiera ganado y Dios todavía viviría en ella!

Pero los designios de la Providencia son difíciles de entender y esto puede ser tanto por castigo como por prueba.

Probablemente es por una cosa y por otra. Por tanto repitamos desde lo profundo de nuestro corazón: ”¡Que nuestros pecados, Señor, no detengan vuestra bondad en Sión. Haced que podamos reedificar los muros de Jerusalén!”.

Así nuestra propiedad ha sido realmente saqueada tres veces. ¿Y quién la saqueaba? Dios lo sabe; Roma lo sabrá, pero gracias al cielo yo no tengo rencor, y podría recitar con confianza el Padre Nuestro hasta el final”.

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